Hace 25 años atrás, cuando se firmó la paz luego de décadas de guerra, si bien se veía que no había ningún cambio sustantivo con esos acuerdos más bien cupulares, de todos modos, existía cierta cuota –mínima quizá, pero cuota al fin– de esperanza. La realidad vino a demostrar que en una mesa de negociaciones es poco, casi nulo, lo que puede lograr el campo popular. ¿Pueden negociar en un pie de igualdad patrones y asalariados?
Los Acuerdos de Paz fueron acuerdos consensuados en una mesa de negociación, pero ya vemos cómo quedaron. ¡No se cumplieron! Si no existe un verdadero poder popular organizado no es posible transformar la sociedad. Todos los llamados «progresismos» que estos últimos años aparecieron en Latinoamérica son prometedores, pueden lograr ciertas transformaciones por arriba, pero si intentan profundizar, los auténticos poderes los quitan rápidamente: golpe de Estado sangriento, o su nueva versión de golpe de Estado suave (disfrazado de revuelta cívica y lucha anti-corrupción). La clase dirigente sabe lo que hace.
Guatemala va mal. Desde que existe esto que se llama República, es decir el Estado moderno desarrollado hace dos siglos a partir del modelo de las sociedades capitalistas surgidas en Europa, una pequeña élite detenta todo el poder (económico, político, cultural, militar), y las grandes mayorías, en lo fundamental de origen maya y mestizo, viven en penurias. No es necesario repetir en detalle aquí la suma interminable de problemas que les aquejan: pobreza crónica, exclusión social, racismo, patriarcado, impunidad, violencia incorporada como hecho normal y cotidiano, sumisión como país. Todo eso no cambia con un simple reemplazo de administración. No importa el nombre del presidente de turno, si es hombre o mujer, indígena, criollo o blanco europeo, heterosexual o no, menos o más simpático. Todos esos son datos irrelevantes, porque cualquiera de ellos siempre actúa de la misma manera: es y será el representante de quien paga su campaña.
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Eso, la historia lo demuestra, no se puede arreglar en un falso consenso, en una «amigable» negociación sentados en una mesa o cambiando el presidente con un voto. Los únicos cambios sociales efectivos para las grandes mayorías populares se logran con movilización. La historia humana, aunque no nos guste, es una interminable secuencia de hechos violentos. «La violencia es la partera de la historia», dijo un decimonónico pensador, supuestamente hoy «superado». Aunque, en realidad, su pensamiento parece que no ha muerto.
La violencia, irremediablemente, es lo que mueve los grandes cambios en la historia. No olvidar, a título de ejemplo, que la clase social que hoy manda, ya a nivel global, se hizo del poder en Europa cortándole la cabeza nada pacíficamente a los monarcas, a la aristocracia de la que todavía quedan vergonzosos resabios, como las actuales casas reales (¿ese parasitismo será el progreso?)
Las elecciones que desde hace algunas décadas se repiten sistemáticamente cada cuatro años, no han traído ninguna sustancial mejora a la masa votante. Sin dudas que el Estado de derecho permite ciertas libertades negadas en una dictadura. Eso, sin embargo, es muy parcial. Varios estudios en América Latina mostraron que las poblaciones estarían muy de acuerdo con un gobierno autocrático si eso mejorara su situación socioeconómica. Es evidente que el estómago vacío manda.
Ya estamos entrando en clima electoral. Las elecciones están a la vista. ¿Es acaso el pueblo votante el responsable de «elegir mal» a sus mandatarios? Si la pasamos mal, con hambre, falta de oportunidades, exclusión social, ¿somos nosotros los culpables por «no saber elegir»?
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