Como ya comenté en otra columna, este tomo en particular es el más autobiográfico de Gaitán —aparece firmado con su mote de la infancia: Ébano—, pero también el más políticamente comprometido. Todos los relatos de este volumen hacen pensar que el autor no siempre se está refiriendo a los hechos que fecha, sino a varios momentos históricos. Es una especie de mensaje codificado para diferentes temporalidades. Tomando en cuenta la fecha de su publicación, fue una verdadera osadía ante el régimen todavía militar de entonces (revestido de democracia civil), aunque seguramente pasó como tradición oral.
El viejo Guillermo es el relato de un excolaborador del régimen de Jorge Ubico (1931-1944): delator, posiblemente torturador, espía. Usó su posición de poder para hundir a cualquiera —incluyendo a los que buscaban un mejor país—, y por su culpa fueron torturadas y fusiladas varias personas. Al llegar la Revolución (1944-1954) perdió su puesto y se fue a vivir al barrio de la infancia de Gaitán. Sin embargo, todos sabían lo que había hecho y lo condenaron al ostracismo. Eso sí, parece que ninguno lo encaró directamente. Y es que la larga tradición de violencia, desigualdad y dictaduras en Guatemala seguramente le daba cierta protección de la furia popular.
La profesión de Guillermo tiene un nombre tan antiguo como guatemalteco: oreja. Se supone que este tipo de espías populares se institucionalizaron durante la larga dictadura de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920), aunque han operado desde tiempos inmemoriales. En Guatemala, con su historia de autoritarismo, caudillismo, desigualdad y violencia, parece ser que el trabajo de oreja no solo es bastante común, sino también rentable. Miles lo han ejercido en el país, con diferentes niveles de involucramiento, de todas las profesiones y orígenes, pero ese es otro tema. El viejo Guillermo vivía en su ostracismo no solo por los demás, sino porque él mismo no podía olvidar el horror que había provocado. Veamos qué le sucedió al ir al circo del barrio:
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«Los aplausos le sonaban a latigazos de castigo, lejanos, pero al fin latigazos; las risas eran señalamientos directos. La cara del payaso no la podía olvidar; sus lágrimas quizás simuladas, pero al fin lágrimas, lágrimas de viudas, huérfanos y madres… [...] Un grito desgarrador se escuchó en la pequeña habitación; don Guillermo se llevaba las manos al pecho como que alguien lo ahorcaba» (Gaitán, 1987: 33).
Gaitán narra esto porque, según cuenta, él estuvo con Guillermo en ese momento (estamos hablando de un niño de seis años). Al día siguiente se corrió la noticia: Guillermo se había suicidado. Toda la cuadra rodeó el pequeño cuarto donde él acabó con su vida. Y fue entonces cuando la lideresa del barrio —doña Lencha, que aparece en otros relatos— habló de la vida del extinto oreja: dijo que fue un delator y que por su culpa muchos murieron y otros guardaron prisión y sufrieron torturas. Añadió que «su conciencia no lo dejaba tranquilo». También dijo: «Este cabrón debía mucho; con decirles que en las noches hasta [en] mi casa se escuchaban los gritos, sin duda cuando este ya miraba visiones. O tal vez los espíritus de tanto inocente no lo dejaban en paz» (Gaitán, 1987: 34).
El viejo Guillermo es, sobre todo, un relato que parece resumir la larga y oscura noche de delaciones, terror, violencia, autoritarismo y dictaduras que ha vivido el país. De sueños truncados una y otra vez, siempre con violencia, siempre con sorna del que nunca ha dejado de vencer sin importar los medios. Pero «por eso, por lo mismo, él, con su propia mano, se hizo justicia; así tenía que ser, muchá. Por eso no hay que ser malo; no hay que joder al prójimo por gusto ni abusar de un chingado puesto» (Doña Lencha, en Gaitán, 1987: 34).
Es también la historia de la justicia tardía pero reparadora, que restaura más allá de la muerte. La que al final, pase lo que pase, siempre rompe los muros del horror.
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