O, peor, me evoca los estragos del cáncer en una persona: la muerte en la mirada, los días que se miden de atrás para delante, cuenta regresiva para ser olvidado. El cáncer lo ha consumido. Será polvo.
Esa palabra la aprendí, en su primera acepción, como sinónimo de destruir o extinguir. Creo que por eso siempre me he sentido incómodo con ella. Ya sé. Son manías mías. Pero, para mí, las palabras viven más allá del objeto o la acción que definen. Y su sonoridad, su ritmo, su historia co...
O, peor, me evoca los estragos del cáncer en una persona: la muerte en la mirada, los días que se miden de atrás para delante, cuenta regresiva para ser olvidado. El cáncer lo ha consumido. Será polvo.
Esa palabra la aprendí, en su primera acepción, como sinónimo de destruir o extinguir. Creo que por eso siempre me he sentido incómodo con ella. Ya sé. Son manías mías. Pero, para mí, las palabras viven más allá del objeto o la acción que definen. Y su sonoridad, su ritmo, su historia con mi vocabulario y cómo entraron en mi mente influyen en su mayor o menor uso.
Tiempo después, ya entrados los años 1980, consumir fue utilizada sin rubor en el desenfreno de la victoria del capitalismo con la caída del Muro y entró en mi diccionario vital. Ahora la utilizamos hasta para definirnos: somos consumidores, consumimos productos, tenemos derechos contractuales al adquirir un bien o servicio y las grandes corporaciones nos ven como objetivos, números, algoritmos, seres digitales. Saltamos de evento en evento, Navidad, cumpleaños, madre, padre, niño, Black Weekend, Semana Santa, uno de noviembre, y la ciudad y el país se convierten en un gran centro comercial: espacio vacío, casa vieja, árboles vetustos. Todo se convierte en espacio privado comercial para el consumo.
Consumimos y desechamos. Creamos basura, mucha basura, tanta que nuestra mierda cruza vaguadas, ríos, lagos. Se prodiga por el Caribe, avanza por el Atlántico y llega a África, a Europa. Alguna bolsita de Tortrix decorará una playa fría y ventosa de Irlanda. Estamos conquistando mercados. Por lo menos nuestras marcas llegan en forma de basura a todo el mundo. Made in Guatemala.
Pero no logro separar el estigma de la palabra. ¿Será que el consumo global llevará irremediablemente a la extinción o a la destrucción? ¿Consumiremos todos los recursos hasta agotarlos? Este es el destino del Homo consumericus.
Estamos en un momento de la historia de la humanidad en el que 10 personas tienen igual riqueza que los otros 3 600 millones. Y esa desigualdad solo podemos combatirla desde la ciudadanía.
Desde esta ciudad agresiva y triste, sin espacios de encuentro, sin plazas ni avenidas, donde se camina entre tragantes rotos, postes y aceras inexistentes, donde volteamos a ver atrás una y otra vez, donde los lugares de encuentro son cines y estacionamientos subterráneos, debemos conquistar las calles, robárselas al desdén y a la lluvia en una lucha diaria. Nosotros, los ciudadanos armados con la razón y la crítica, podemos transformar estos espacios sociales en comunidades abiertas al diálogo y al cambio, creer en la organización social de abajo arriba y apostar por el reconocimiento y la ampliación de los derechos humanos, y que esta sea nuestra guía. Ciudadanos responsables en un mundo manejado por chacales voraces que nos quieren sumisos y obedientes.
A todos ellos debemos decirles, alto, fuerte y orgullosos: «Soy ciudadano, no consumidor».
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