El silencio interior siempre nos prepara para algo. Entre otras circunstancias, puede inducirnos a un estado de discernimiento que puede ser inmediato o a largo plazo. Muchas veces un cirujano debe decidir algo en cuestión de minutos, y esa decisión va precedida por unos segundos de interiorización. En otras ocasiones la decisión puede esperar horas, pero invariablemente irá antecedida por el juicio que precisa del silencio.
El silencio interior puede comprenderse desde la espiritualidad o desde la psicología. En orden a la espiritualidad, se entiende como una disposición a escuchar otras voces. Desde ese enfoque, el papa Francisco clarificó en uno de sus discursos: «El silencio no se limita a la ausencia de palabras, sino que nos disponemos a escuchar otras voces: la de nuestro corazón y, sobre todo, la voz del Espíritu Santo». Y la psicología alecciona: «No solo se puede vivir más lentamente, sino también más silenciosamente, sin ruidos molestos, sin necesidad de engancharse a intereses efímeros para sentir que estamos vivos ni [de] ponernos los auriculares para escuchar cualquier cosa, menos a nosotros mismos».
En cuanto al silencio —como preludio del discernimiento o de la escucha—, no solo es indispensable en el diario vivir. Lo es, y muy particularmente, durante períodos de crisis personales o colectivas como las circunstancias a las que nos han llevado las últimas erupciones de los volcanes de Fuego y Pacaya y la inusual actividad del volcán Santiaguito. Porque lo acertado de nuestro quehacer en un momento de dificultad estará determinado por ese discernimiento y esa escucha.
Entre las no pocas lecciones de filosofía que se aprenden en las artes marciales hay una muy interesante respecto al silencio. Un alumno pregunta: «Maestro, ¿cómo habré de saber que estoy haciendo lo correcto?». Y el maestro responde: «Tu corazón te lo dirá, pero, para poder escucharlo, debes aprender a encarnar el buen silencio».
Quizá sea eso, encarnar el buen silencio, lo que nos haga falta a los guatemaltecos para ser mejores ciudadanos.
Una lectura de las redes sociales y una de los periódicos nos harán caer en la cuenta de que, en este lapso de desastre que hemos vivido desde el 3 de junio recién pasado, el silencio interior y el discernimiento han sido la falencia más grande que hemos tenido (como personas, como sociedad y como Estado). Han sobrado voces, han sobreabundado decires, ha habido exceso de opiniones. Y la mayoría de los juicios han sido vertidos sin tener los suficientes conocimientos en la materia para emitirlos.
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Vivimos en una época de hiperconectividad. Lo que suceda del otro lado del mundo —en cualquier tiempo presente— lo sabremos en cuestión de segundos. Pero igualmente lo que nosotros digamos u opinemos se conocerá de ese otro lado en cuestión de segundos. De tal manera, los afectados en la zona de impacto de un desastre (y en sus alrededores) también sabrán —de inmediato— lo que se diga de ellos desde cualquier lugar del planeta. Y ha de tenerse en cuenta que en ese momento las personas acometidas estarán (psicológicamente) en una fase de negación, en una fase de ira o en un estado de terror. Muy diferente al estado emocional de quien genere la noticia o la opinión.
Así las cosas, guardar silencio durante una calamidad es cuestión de ética y de humanidad si poco o nada se sabe de manejo de desastres.
Durante los dos últimos años de la década de los 80 y los tres primeros de la década de los 90 del siglo pasado fui miembro activo de la Sociedad Mexicana de Medicina de Urgencias y Desastres, A. C. Asistí a varios cursos prácticos y congresos. Por banal que parezca, una de las mejores lecciones que aprendí fue: «Mucho hace el que poco estorba».
Las secuelas del desastre provocado por el volcán de Fuego aún están en curso. Un poco de silencio y mucho discernimiento —sin perjuicio de la legítima denuncia cuando sea necesario— vendrán de maravilla no solo a los hermanos afectados, sino a nuestra propia humanidad.
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