El último recurso de amparo

Un dolor desgarrador era mi único equipaje de mano. No imaginaba en ese momento que unas semanas después repetiría el viaje para enterrar a otro hermano. La muerte yacía agazapada entre el bullicio de esas salas.

Llegué a Costa Rica con la mirada perdida y la garganta seca. Afuera del aeropuerto me estaban esperando para llevarme al lugar donde estaba mi hermano. Sergio vivía en un hogar que acoge a personas con sida. Allí había estado desde hacía algunos años. Toqué el timbre y, mientras esperaba a que me abrieran la puerta, vi entre las rejas un jardín descuidado, con unos muebles viejos arrinconados. El patio de entrada estaba atravesado por una zanja que lo partía de lado a lado. Estaban reparando la tubería, me explicó después un muchacho.

Al entrar al cuarto donde estaba mi hermano sentí que mi corazón se abría en dos tajos como la zanja de la entrada. Un puño de huesos, una cabeza calva y una espesa barba blanca eran el saldo de aquel hombre de apenas 53 años.

Un temblor frío se apoderó de mi cuerpo. Quise llorar, pero me tragué el llanto. Una puñalada de dolor me atravesó la garganta y me dejó sin palabras. Abriste los ojos y me saludaste con poco ánimo. No me habías reconocido. Lo supe de inmediato, pero no tenía el valor para aclarártelo. Después de dos o tres frases te diste cuenta de que era yo, tu hermana ausente, la autoexiliada. Lloraste de la emoción. Yo también lloré, y nos abrazamos un largo rato, como tratando de reponer aquel déficit de afectos atrasados.

Ese día platicamos un gran rato. Nos unía una complicidad que traspasaba los lazos de sangre. Éramos también camaradas de la literatura, de la política y de las artes. Me contaste que al día siguiente tenías que ir a una cita al hospital, pero que no querías ir porque te trataban como un desecho humano. Te animé para que no fueras y te dije que eras soberano de tu cuerpo. Porque incluso en las vísperas de la muerte debemos respetar la dignidad de cualquier ser humano, pensé, pero no te dije nada.

Te quedaste dormido hasta que un latigazo de dolor te levantó ligeramente de la cama. Alzaste los brazos como abrazando un alma. Un quejido profundo llenó el cuarto. Yo corrí a sostener tu mano y te besé en la frente. En un llanto me confesaste que tenías miedo de morir. No temas, te dije casi en trance. Mamá está aquí para arroparte. Ella te llevará a su lado. Déjate ir suave y manso.

Mi hermano no murió ese día, sino dos días más tarde, la madrugada del 13 de diciembre.

Ayer escuché que los mayas piensan que uno pierde el espíritu por un susto fuerte, por miedo o por una tristeza profunda. Ese día, mientras sostenía la mano moribunda de mi hermano, mi espíritu salió de mí, se fue a algún lado.

Me atormenta pensar que en su último aliento no había nadie que sostuviera su mano. En el acta de defunción dice que mi hermano murió de un cáncer. Mi hermano tenía sida, y yo sé que murió solo y luchando.

Ya va a ser un año de su muerte. Y yo escribo esta columna como último recurso de amparo, esperando que, al declarar mi duelo, mi espíritu vuelva a habitarme.