Los que tenemos hijos vemos pasar los años en huesos y pies que se alargan, en cuerpos que van a ser más altos que el nuestro, en rostros que no son nuestra réplica, pero que se nos parecen lo suficiente. Los que hemos enterrado personas queridas también sentimos el tiempo como un continuo en el vacío, sobre todo cuando tenemos algo que contarle a la mamá que tiene 13 años de no estar y que nos hace falta para sentir que aún somos de alguien.
La eternidad se nos hace imposible de compr...
Los que tenemos hijos vemos pasar los años en huesos y pies que se alargan, en cuerpos que van a ser más altos que el nuestro, en rostros que no son nuestra réplica, pero que se nos parecen lo suficiente. Los que hemos enterrado personas queridas también sentimos el tiempo como un continuo en el vacío, sobre todo cuando tenemos algo que contarle a la mamá que tiene 13 años de no estar y que nos hace falta para sentir que aún somos de alguien.
La eternidad se nos hace imposible de comprender, y no vivimos en el ahora por preocuparnos de qué va a venir o por añorar lo que fue. El tiempo es la tinta con que escribimos nuestra existencia: se nos va acabando y no hay repuestos. Los humanos siempre hemos tenido una relación tormentosa con nuestra edad. Pareciera que nunca nos sentimos adecuados en el momento en que estamos. De jóvenes creemos que lo sabemos todo de todo. De viejos sabemos que no sabemos nada de nada.
Desde que pusimos huellas en las cuevas que dejábamos de habitar, como especie, queremos trascender, que quede algo nuestro hasta después de nosotros. Nos proyectamos en futuros que no existen, que no vamos a ver. Hablamos de la humanidad en términos de siglos como si tuviéramos asegurado el despertar mañana. Pensamos en el más allá, una puerta que atravesar después de morir, y hemos inventado cualquier tipo de explicación para nuestro origen y nuestro destino porque nos gusta pensar que tenemos un destino que cumplir. Teniendo en cuenta que el único propósito de una especie es el de reproducirse lo suficiente para no extinguirse, los humanos somos exitosos hasta por encima de nuestra propia conveniencia. Se habla de un retroceso abismal en la calidad de vida entre los cazadores-recolectores y los agricultores. Sacrificamos la aventura sobre el altar de una supuesta certeza y así nos hemos ido desde entonces. Pero subsistimos y nos reproducimos y poblamos y dejamos de tener el cielo por techo para verlo desde ventanas que ya no sé si nos protegen o nos encierran. Nuestra visión se centra en lo que pueda suceder después. Luego nos preguntamos por qué vivimos de forma tan neurótica.
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Cada año sentimos esa precipitación hacia una meta ficticia y comparamos lo que queríamos hacer un día con lo que logramos 12 meses después. Se nos ha vendido la idea de ser felices por sobre cualquier cosa. No definimos qué es para cada uno y terminamos tratando de comprarla. Tenemos nuestras propias expectativas porque tenemos una visión personal del mundo y de sus alrededores. Descalificar a alguien de solo vivir en su burbuja es ignorar el estado subjetivo de toda la raza humana. Hasta el día en que nos conecten las conciencias y se nos borre lo que consideramos la personalidad seguiremos siendo mundos aislados por mucha empatía que tengamos. Es tan poco lo que entendemos del otro que es siempre mejor no hacer suposiciones acerca de sus necesidades y sus anhelos.
A mí sí me da miedo que me pase la vida al lado y solo me deje canas y arrugas. Quisiera gastarme en las personas que quiero, escribir algo que se quede en la mente de gente que no conozco, pasar por la boca de mis hijos cuando les cuenten historias a los suyos. Morirme no me preocupa. Vivir sin sentirlo sí.
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