El Triángulo Norte es el territorio más peligroso, que hace de Centroamérica de las regiones más violentas del mundo. El Salvador, Honduras y Guatemala comparten las fronteras y dinámicas sociales, políticas y económicas. Se habla de Centroamérica, y luego para hablar de cómo estamos tan mal como región, se habla de este Triángulo Norte: los niños se están achicando por el hambre en Guatemala, San Pedro Sula es la ciudad más violenta de todo el istmo –de todo el mundo–, la migración es la ruta de la muerte, hay niños que extorsionan y a veces matan por unos cuantos billetes en El Salvador. Contar la historia de estos países, es contar el relato de la muerte, de los procesos políticos autoritarios, de las desigualdades y de las esperanzas que nunca terminan de acabarse. Entre todo el mal, sigue existiendo quién no se permite dejar de creer.
Al escuchar y leer en los últimas semanas de Centroamérica, he pensado que conozco muy poco de lo que compartimos como región. Vivimos tan cerca, pero también tan lejos en la ignorancia y la miopía de no vernos como una región. En lo concreto, lo que pasa al país vecino, me afecta. Sobre todo en la región centroamericana, pero con un énfasis más importante en el terrible Triángulo Norte. El conocer no es solo cuestión del presente, sino también de nuestros pasados compartidos. Por ejemplo, la violencia de Honduras no se explica sin el fin de las guerras de Guatemala y El Salvador; o bien nuestras dinámicas de inserción al mercado internacional son muy parecidas hoy con maquilas y call-centers.
Mónica Mazariegos me decía que teníamos una “identidad abstracta” de la que no nos sentimos realmente parte. Hablamos de Centroamérica sin saber realmente en qué nos une esta región. Creo que la respuesta está, por un lado, en las historias que se entrelazan y en las dinámicas que nos mantienen compartiendo realidades. Nos unen nuestras problemáticas, cierto, pero ojalá nos unieran las posibilidades de crítica regional. La crítica a las lógicas que se imponen en este país en el que vivo, son muy parecidas a los de los países vecinos.
Quisiera pensar en que la crítica regional, abriría una puerta de propuesta coherente como región, frente a nuestros problemas, que son muchos en nuestras realidades. De esta crítica, también puede nacer una solidaridad más nutrida de simpatía, para sentir los problemas de este Triángulo Norte –y de toda Centroamérica en general–, como problemas propios, porque al final de cuentas lo son, si vemos con detenimiento nuestras realidades. Y si sueño un poco, de esta solidaridad pueda que brote también una propuesta política que cambie la manera en cómo nos llaman, el terrible Triángulo Norte.
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