De saber escasamente suturar, pasé a ser casi indispensable en el equipo del doctor Silvio Pazzetti Galván. Silvio es hoy un distinguido cirujano pediátrico. En aquel entonces era el jefe de residentes de Cirugía. Y como cauda de aquella sacudida, no solo de placas tectónicas, sino también de la conciencia, me nació una vocación alterna: el manejo intrahospitalario de pacientes en casos de desastre.
Ya como miembro de la Sociedad Mexicana de Medicina para Urgencias y Desastres, A. C., aprendí que los desastres naturales o provocados por el ser humano siempre desnudan la realidad de un país. Incluso, permiten medir, de forma objetiva y tangible, la capacidad de respuesta de las sociedades, la cual puede ser inmediata, mediata y tardía. La inmediata de nosotros fue óptima; la mediata, aceptable; y la tardía, catastrófica.
En las primeras horas después del remezón de las tres de la mañana comenzó un congregarse que puso de manifiesto la solidaridad humana. Ricos y pobres hicieron lo que tenían que hacer. Contrario a lo sucedido en otros países similares al nuestro, no hubo vandalismo. Todos éramos uno solo y compartíamos hasta el agua.
Seis semanas después comenzó cierta disgregación. Muchas familias migraron desde la capital hacia el interior de la República y viceversa. Sin embargo, la organización de quienes se quedaron en sus lugares fue aceptable. Prevalecieron el respeto y la atención mutua. Naturalmente, siempre hay algunas excepciones. Y no faltaron esa vez, pero fueron mínimas.
A largo plazo, la realidad demostró que Guatemala nunca aprende de sus desastres. Sus posteriores gobiernos poco hicieron por implementar cursos, planes y programas de prevención y mitigación. A la fecha, otro sismo de igual o mayor magnitud nos dejaría mirando las cuatro esquinas del horizonte. Los simulacros que algunas veces se ponen en práctica rayan hasta en lo ridículo.
Como muestra de la falta de prevención exhibimos ante el mundo un crecimiento urbano desorganizado. Casitas y más casitas construidas a la buena de Dios, y los barrancos en la ciudad capital están cada vez más poblados. En cuanto a mitigación, honestamente, en las pocas instituciones donde existe un plan o programa atinente, no pasa de ser utopía. Y las quimeras no funcionan a la hora de los temblores.
Conste que debemos ser juiciosos. No solo los gobiernos tienen la culpa de ello. ¿Cuántos tendremos en casa un microplán para capotear de forma segura un temporal? ¿Sabremos hacia dónde dirigirnos en un momento de convulsión? Creo que muy pocos.
El récord histórico de Guatemala relativo a movimientos telúricos de gran magnitud e intensidad está alrededor de cada 40 o 50 años. Nos encontramos en el número 39, después del terremoto de San Gilberto. Además, independiente de los seísmos que han devastado el departamento de San Marcos y lugares circunvecinos, nada extraño sería que nos sobreviniera uno en el momento menos pensado. ¿Cuáles serían los resultados?
Es preciso ver la vida cada día con ojos nuevos y, en su transcurso, llenar con vino nuevo los odres viejos. Creo que estamos a tiempo de prepararnos para enfrentar otro remezón similar al acaecido en 1976. No debemos esperar a que nos lo facilite papá Gobierno. Cada quien, desde lo suyo, puede prepararse, desde dónde y cómo almacenar agua hasta revisar cimientos, columnas, vigas y paredes de la casa. No se necesita mucho.
Conste que papá Gobierno tiene harta obligación de trabajar en ello, pero la historia nos ha demostrado que no lo hace. Terribles epidemias de Cólera morbus pusieron al desnudo a los gobiernos de Mariano Gálvez y Rafael Carrera. Y más de un siglo después, al de Serrano Elías. Los sismos de San Marcos dejaron a descampado al actual, y un terremoto ahora solo sería su sepultura. No permitamos, entonces, que también sea la nuestra.
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