Realizaban actividades poco seguras para los adultos y que para nada pueden pensarse propias de infantes.
El barullo que las autoridades han armado para capitalizar política y financieramente las labores de rescate y reconstrucción, en nada hace mención a la fotografía más dramática que de una sociedad se pueda tener: la recuperación de cadáveres de niños fallecidos por estar en lugares peligrosos, al no tener otra manera de obtener el sustento. Nadie nos ha dicho si esas familias estaban en los secretos listados del famoso –por escaso– Bono Seguro, mucho menos cuáles las medidas de seguridad que los entes gubernamentales tienen vigentes en las areneras y quiénes los responsables porque las mismas no se hayan cumplido y tengamos ahora esos trágicos resultados. Su muerte no da para fotos repartiendo láminas o fertilizantes y por eso ni se les menciona.
Ansiosos por aparecer y recaudar beneficios, políticos como el gobernador de San Marcos buscan ya la manera de demoler edificios para ser ellos los encargados de las nuevas construcciones. Las “caritativas” empresas mineras brillan por su ausencia y nadie se pregunta por qué sus accionistas están empecinados en invertir en un negocio que dicen les deja pingües ganancias. Los niños fallecidos no eran, evidentemente, accionistas de una empresa extractora de arena, aunque algún desavisado docente de alguna universidad con nombre de Obispo imagine que extrayendo arena con las uñas se puede pasar de miserable a millonario y que, si continua pobre, es por su soberano empecinamiento en serlo.
Sin embargo, para los que imaginan un país mejor para todos, estas muertes infantiles han venido a demostrar que las acciones del Estado, y del grupo que lo administra, en nada favorecen a los ciudadanos, y que el modelo de “sálvese quien pueda y como pueda” no salvará, ni siquiera, a los que lo han establecida como doctrina religiosa y política. Estos niños apenas si tenían la posibilidad de ir a la escuela y, si lo hacían, las condiciones de vida y de salud les hacían imposibles los aprendizajes. Estos niños, con suerte, serán al menos un número más que reduce la expectativa de vida de los sobrevivientes, expectativa que ellos nunca tuvieron ni esperaron.
Murieron porque para subsistir tuvieron que correr esos riesgos. No porque esa fuera su libre y razonada decisión, sino porque ellos y sus padres no tenían ninguna otra opción para sobrevivir. Para ellos el País de la eterna primavera no era ni siquiera una frase, y si con sus actividades de subsistencia, la verde primavera es cada vez más gris y ceniza, ni siquiera por ello los que venden un país idílico tienen el menor interés en defender ese medio ambiente, mucho menos importarse por los que mueren mientras lo destruyen.
En el ciclo escolar próximo apenas si se notará su ausencia, pues como muchos pobres, en escuelas pobres para pobres, apenas sí se hacían notar. No habrá libros de texto sin dueño, porque a las escuelas de los pobres ese material ni siquiera se menciona. Tampoco podremos decir que dejaron pupitres vacíos, porque en sus escuelas esos muebles no existen, y el profesor o profesora apenas sí recordará sus nombres porque no tiene materiales que le permitan imaginar lo que eran y podrían haber llegado a ser esos niños.
El terremoto de San Ernesto ya sirvió de negocio para muchos, y dará aún réditos mayores a los que negocien con una reconstrucción que ni siquiera llegará a eso. El terremoto de los niños, el de los niños pobres, en cambio, aún no tiene fecha para detenerse y los demás, lamentablemente, ni de las réplicas nos enteramos.
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