Uno de los discursos de esperanza y transformación más emblemáticos de la historia fue pronunciado el 28 de agosto de 1963 por Martin Luther King, Jr., un reverendo y activista de derechos humanos de Estados Unidos. Una de las frases emblemáticas de aquel discurso fue esta: «Yo tengo un sueño: que mis cuatro hijos vivirán en una nación donde no se les juzgará por el color de la piel, sino por sus cualidades». Cuarenta y cinco años después, en el discurso de toma de posesión del presidente Barack Obama, la sombra del discurso de King se palpaba por doquier: «Ha tardado tiempo en llegar, pero esta noche, debido a lo que hicimos en esta fecha, en estas elecciones, en este momento decisivo, el cambio ha venido a Estados Unidos». ¿La razón? En tiempos de King, la imagen de un presidente de origen afroestadounidense era prácticamente impensable.
Con estas reflexiones como telón de fondo quiero retomar el análisis de la situación de Guatemala a principios de 2019, cuando vemos que, luego de dos años de conflicto político agudo, el desenlace sigue siendo tan incierto como cuando empezó. Ello, debido a que la sociedad guatemalteca se ha partido en dos grandes fuerzas que siguen en ruta de colisión. Y es que están de por medio el futuro de la sociedad y el control de las instituciones clave, lo cual ha tenido un efecto dominó que amenaza con destruir lo poco que hemos alcanzado en estos 33 años de transición democrática. El enfrentamiento es de tal magnitud que muy probablemente el ganador heredará un país en ruinas, con problemas que, lejos de resolverse, se agravarán de manera dramática. La sombra de una sociedad fallida está a la vuelta de la esquina.
Son tiempos de incertidumbre, lo cual sigue alentando en una parte de la población las medidas defensivas y de exclusión profunda que, como una vorágine, van configurando un panorama explosivo: los ingredientes para que cundan el desaliento y el fatalismo. Por lo tanto, están servidos, máxime en una sociedad como la nuestra, tan acostumbrada a las malas noticias.
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Alentar la esperanza es, entonces, un deber ineludible en tiempos de tribulación. No todo se habrá perdido aun si los partidarios del establishment finalmente triunfaran, ya que en estos años la conciencia ciudadana ha avanzado a pasos agigantados. Quizá aún no hallamos la fórmula para modificar las condiciones estructurales que nos llevan de manera cíclica a la crisis, a la exclusión, a la reproducción al infinito de lo que Severo Martínez llamó «la patria del criollo», pero tengo la convicción de que hoy estamos más cerca de descubrir la forma de cambiar Guatemala que antes, pese a que es evidente que los grupos de poder han ido avanzando lenta pero inexorablemente en recuperar muchos de los espacios que perdieron luego de la crisis del 2015.
En la perspectiva del largo plazo, sin embargo, la conciencia de que el cambio fue posible, aun si fue por un corto período, es quizá el mayor legado que podremos celebrar. Hace 65 años, en un triste 27 de junio de 1955, otro período glorioso que se había construido sucumbió también ante el embate de las fuerzas conservadoras. Y, sí, fueron muchos años de una larga noche antes de que las luces de un nuevo amanecer surgieran en el horizonte aquel 16 de abril de 2015, cuando se descubrió la trama del caso La Línea. Pero, como los ciclos de la vida son inexorables, el ocaso volvió el 31 de agosto de 2017, cuando la sombra de la regresión empezó a asomarse en el firmamento. La buena noticia es que aún no ha llegado la noche a nuestro país, pero está más cerca que nunca.
Por eso quizá sea tiempo de que empecemos a prepararnos para resistir en medio de la noche, pero no con la sensación de derrota, sino con una de profunda esperanza. Quizá el próximo amanecer democrático está más cerca de lo que creemos.
Parafraseando a Martin Luther King, Jr., yo diría:
«El caluroso verano del legítimo descontento de los ciudadanos guatemaltecos honrados, que buscan construir un país incluyente, solidario y justo, no acabará hasta que llegue el otoño de la equidad, de la justicia pronta y cumplida y de la ley aplicada a todos por igual».
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