Uno de los temas mas importantes y recurrentes en las ciencias sociales es el de cómo se conforman y mantienen las comunidades: esos grupos de individuos que establecen lazos de identidad y de solidaridad tan fuertes que terminan desarrollando visiones, valores y objetivos compartidos, todo lo cual favorece la coordinación de acciones y el establecimiento de reglas mínimas de convivencia y de apoyo mutuo. En la sociología clásica, por ejemplo, una de las dicotomías más utilizadas para describir a las comunidades era la que enfatizaba dos tipos de conglomerados humanos: los que se fundamentan en relaciones de confianza basadas en la interacción cara a cara, en lazos fuertes, es decir, los grupos pequeños, y los que se fundamentan en relaciones de confianza basadas no en el conocimiento personal o en la amistad, sino en objetivos, funciones o pensamientos similares que configuran lazos débiles, o sea, los grupos grandes.
A la primera forma de relación, la basada en grupos pequeños, tradicionalmente se la denomina comunidad. A la segunda, la basada en grupos grandes, sociedad. El camino que lleva de la primera a la segunda debe permitir la articulación de las diversas comunidades que se establecen en un territorio determinado para que posteriormente emerja una identidad supracomunitaria que favorezca la fundación de una estructura de gobierno conjunto en la cual se establezcan las reglas mínimas de relación, de inclusión y de resolución de conflictos: la que en la actualidad se denomina Estado-nación.
La primera tarea de un Estado-nación, por lo tanto, es desarrollar las normas que permitan identificar quién pertenece a esa comunidad que Benedict Anderson llamaba «imaginada» porque, contrario a lo que ocurre con los grupos pequeños, donde la homogeneidad es la regla, las comunidades de los Estados-nación se construyen desde la diversidad, algo que se logra mediante acuerdos que favorecen la mediación de intereses, de valores y de formas de pensar de los diversos grupos que habitan un territorio determinado para construir, de forma artificial, esa identidad supracomunitaria que favorece la solidaridad. La nacionalidad, pues, no es más que ese sentimiento de identidad que debería incluir a todos los grupos de una sociedad sin importar la ideología, la identidad étnica, la religión, la clase social o cualquier otra identidad diferenciada que pudiera competir con ese sentimiento supracomunitario.
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La forma en que se construyó la identidad de Guatemala, sin embargo, no permitió la integración ni la mediación de los opuestos. Simplemente se impusieron unos símbolos y unos valores que pertenecían a la clase dominante. Por eso todos los intentos de fortalecer una identidad nacional basada en esos símbolos impuestos generan rechazo y división. Por ejemplo, pese a que contamos con dos premios nobel, Miguel Ángel Asturias y Rigoberta Menchú, ambos son despreciados por una parte de la sociedad: Asturias, porque pertenecía a la élite ladina, con rasgos discriminadores, y Menchú, porque es una mujer indígena.
La consecuencia de esa deficiencia de origen ha tenido consecuencias nefastas para Guatemala. El común denominador sigue siendo la descalificación, el ninguneo, la confrontación y el uso de las diversas formas de violencia para imponer la voluntad de unos ante el resto. La forma en que se ha desarrollado en las últimas semanas el intenso debate sobre la integración de la Corte de Constitucionalidad es solo el último capítulo de esa falta de identidad supracomunitaria. En Guatemala es común que cada grupo pretenda llevar a sus aliados y allegados a los puestos clave del poder para desde ahí construir una acción política desde la cual el resto quede excluido.
Justo por eso la movilidad política más importante en Guatemala sigue siendo la del grupo pequeño de amigos o familiares, ya que aquí nunca se construyeron bases de integración que permitieran estructurar esa identidad supracomunitaria. Por el contrario, todos aquellos que no pertenecen a una red de inclusión están excluidos de cualquier posibilidad de progresar y de ser exitoso.
Mientras no encontremos la forma de construir esa identidad supracomunitaria que favorezca la integración de los opuestos y la articulación de las diferencias, Guatemala seguirá siendo un campo de batalla entre grupos que únicamente pretenden acaparar la institucionalidad del Estado para construir desde ahí sus propios intereses. Y la violencia, el conflicto y la descalificación, por lo tanto, seguirán siendo el pan nuestro de cada día.
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