A estas alturas, sin embargo, el panorama es cuando menos turbio o muy probablemente oscuro. ¿Sabe alguien a ciencia cierta cuántas y cuáles personas aspiran a ocupar cada uno de los casi cuatro mil puestos de elección en disputa? Quizá nadie. De hecho, es muy probable que ni siquiera el ente responsable de administrar las elecciones, el Tribunal Supremo Electoral (TSE), pueda responder.
Pero ¿a qué se debe esta enorme incertidumbre? Con este, el TSE ha conducido diez procesos electorales, incluido el de la Asamblea Nacional Constituyente, que redactó la carta magna en vigor desde 1985. Durante todos estos eventos el TSE ha podido superar dificultades y garantizar comicios con transparencia. Los resultados no han sido puestos en duda y ha sido uno de los entes con mayor solidez en la institucionalidad democrática.
Ahora bien, en esta oportunidad la diferencia es el empleo, por primera vez, de la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP) con las reformas aprobadas en 2016: unas reformas que, con algunas debilidades, tienen como propósito limitar el accionar de partidos políticos que funcionan como empresas electoreras. Aun así, con la experiencia acumulada por el TSE, es difícil pensar que sea esta circunstancia la que genere la incertidumbre.
En cambio, resulta que, si bien estamos ante una LEPP reformada, esta no se extendió a cambios en el funcionamiento de los partidos políticos como tales. La reforma no afecta su estructura funcional y mantiene un proceso con reglas renovadas, pero con los mismos podridos actores y con las prácticas con las que estos han detentado el poder político desde hace tres décadas.
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Para colmo, el evento electoral se desarrolla en un contexto de reagrupación de los eslabones de la cadena de la impunidad, que mediante la corrupción ha logrado mantener el estado de cosas. Con el control casi absoluto de los tres poderes del Estado, es como si la ciudadanía estuviera secuestrada por y a meced de las clases política, militar y económica. Al hacer uso del poder ilegítimo que ostentan, la entente que integra el popularmente llamado pacto de corruptos se ha encargado, mediante maniobras de diversos tipos, de tender la sombra sobre el proceso.
A estas alturas la definición de al menos las tres candidaturas presidenciales punteras según las encuestas quedará en manos de la Corte de Constitucionalidad. Posiblemente una o dos de dichas nominaciones queden fuera. Una, la de Zury Ríos, porque la cláusula constitucional que le impide participar es tajante. La otra, la de Thelma Aldana, porque aún queda una instancia previa, la Corte Suprema de Justicia (CSJ), la cual puede retardar el proceso hasta que la participación de ella sea inviable. En cambio, al parecer, y pese a la evidencia abundante, así como a la obvia obstrucción de la justicia por parte de la fiscal general, Sandra Torres podría permanecer en la contienda y aparecer en la boleta.
Quedan dos meses y días para la primera vuelta electoral. Queda mucho menos tiempo todavía para ordenar la impresión de papeletas para la presidencia y la vicepresidencia, los 160 escaños al Congreso, las 20 diputaciones al irrelevante Parlamento Centroamericano y las 340 corporaciones municipales. Y el panorama es tan sombrío que pareciera no haber salida. Pareciera que el secuestro operado por los actores del pacto de corruptos impide la reacción social contra el cautiverio.
Sin embargo, librarnos de esta opresión ilegítima es factible. No es fácil, pero tampoco imposible. No se trata de la defensa de una u otra candidatura. Se trata de la recuperación de la iniciativa por parte de la sociedad. Por ello, la movilización contra las maniobras es el primer paso. La organización y la coordinación unitaria desde las bases a todo nivel son el siguiente paso para avanzar y liberarnos del secuestro de la democracia.
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