Hoy en día, con la globalización como directriz del rumbo de los Estados, pensar en Estados mínimos o máximos es un esfuerzo secundario de la ciencia política y de las agendas de gobierno. En cambio, en la palestra del debate preocupa más pensar en las estrategias que permitan que un Estado sea capaz de ser efectivo y eficiente en la implementación, el control y la operatividad de su red de servicios. Para ello, más que el tamaño, lo que importa en la actualidad son la descentralización y las formas de instalar servicios sostenibles para el aparato estatal y accesibles para los usuarios.
Como apunta Manuel Alcántara, la otorgación de servicios efectivos y eficientes es lo que permite gobernabilidad. Y en función de la gobernabilidad aumenta o disminuye el tamaño del Estado. Esto quiere decir que el tamaño es producto de las estrategias que permiten el buen funcionamiento del Estado, sin olvidar que, para que la red sea amplia, el Estado necesariamente debe tener presencia en todo el territorio y en todas sus dimensiones, con mayor o menor intromisión, según sea el caso. Esto conlleva que el Estado desempeñe un rol dual al utilizar sus capacidades mínimas o máximas dependiendo de cuáles necesite para cumplir con los objetivos de sostenibilidad y funcionalidad.
Por otro lado, es una falacia común afirmar que el sector público guatemalteco genera riqueza a niveles desproporcionales sin resultados a cambio de una contribución dudosa al desarrollo del país. Basta con revisar las escalas de salarios a pagar por una determinada labor: los doctores de los hospitales públicos, por ejemplo, ganan en promedio entre Q3 000.00 y Q4 000.00. En realidad, el problema no es la escala general de salarios, sino las redes de corrupción institucionalizadas en el Estado y en una parte del sector privado cuyos trabajos en lo público benefician con riquezas rimbombantes a personas corruptas. Lo que es cierto en la crítica al diseño financiero del sector público es que los gastos de representación son altos dependiendo de la institución. Sin embargo, se olvida que estos no le generan riqueza personal al empleado público. Lo que hacen es sustituir el gasto. Los empleados no pagan los gastos derivados de su labor contractual, sino que lo hace el Estado. Porque tampoco es justo que el empleado público gaste de su salario por las actividades a las que asiste y que son parte de su trabajo. Lo cuestionable es la cantidad que se permita gastar en ese renglón presupuestario y que esté en función de la actividad que se realiza.
Los salarios de los empleados del Congreso, que salieron a luz a partir de una táctica de Mario Taracena para oxigenarse en el sistema a través de pantallazos de fiscalización y transparencia, evidencian que los diputados instalaron una mafia que lucra hasta con los salarios ajenos. Estos salarios exagerados son uno de los efectos de nuestro sistema de partidos políticos, que genera redes clientelares para saldar su deuda económica y política, así como una de las razones por las que es importante una reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, pero la presentada por el Tribunal Supremo Electoral y por la Plataforma Nacional para la Reforma del Estado. Porque la que está revisando la Corte de Constitucionalidad es una propuesta mezclada en el Congreso, que respondió a un mecanismo de veto para desarticular la propuesta inicial y calmar las exigencias de los ciudadanos y las organizaciones sociales que solicitaban su aprobación inmediata en uno de los momentos álgidos de las jornadas de protesta del año pasado.
Luis Guillermo Velásquez Pérez (@Piches_). Es estudiante de Ciudades y Ciencia Política, secretario de organización de la Asociación de Estudiantes de Ciencia Política y columnista de opinión con artículos publicados en la revista latinoamericana Nodal, la revista alemana Ila, El Salmón y Plaza Pública.
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