La controversial campaña electoral de los Estados Unidos llega a su fin luego de una larga y conflictiva competencia entre dos candidatos que parece que no terminan de convencer a los votantes indecisos, ya que ambos presentan claras inconsistencias y problemas que han dado mucho que hablar.
Por el lado de Hillary Clinton, la imagen de funcionaria corrupta que aprovecha sus influencias para detener las investigaciones en su contra parece confirmarse con el anuncio reciente del FBI de la reapertura de la investigación en su contra por el uso indebido del correo personal para tratar asuntos oficiales. Por el lado de Donald Trump tenemos la percepción de un candidato poco adiestrado en el manejo político y altamente caprichoso, que está impulsando ideas y debates políticamente incorrectos.
El análisis de las encuestas parece confirmar un triunfo de Clinton en las elecciones programadas para el 8 de noviembre. Sin embargo, las mismas encuestas demuestran que el porcentaje de votantes que no se sienten del todo satisfechos con el candidato elegido parece ser muy alto, lo cual garantizaría que hubiera algún margen de incertidumbre si consideramos que el anuncio de la reapertura de la investigación contra Clinton se hizo a finales de octubre. ¡El daño potencial de este anuncio todavía está por verse!
En medio de este enredo político, a causa de la desconfianza marcada que ambos candidatos propician entre la ciudadanía, hay un aspecto adicional de complicación: la intención de Trump de no reconocer los resultados de las elecciones si son desfavorables a su candidatura. Para entender el impacto de esta decisión hay que tener en cuenta que Trump ha hablado en numerosas oportunidades de cómo el sistema político y el manejo de información por parte de los medios de comunicación han sido sistemáticamente usados para darle una ventaja a su rival, lo cual introduce un elemento de desconfianza sistémica que se ve alimentado por la decisión del republicano James Comey de reabrir una investigación contra Clinton.
Más allá de quién resulte ganador, las elecciones del 2016 serán largamente recordadas por ese detalle: un candidato que mina la confianza institucional en el sistema es quizá el mayor enemigo de la estabilidad política de un país, aun mayor que cualquier amenaza extranjera. Trump, en su afán de triunfar, está destruyendo las bases de una cultura política forjada durante más de 200 años de tradición, apuesta miope y cortoplacista que seguro será fuente de problemas futuros para el sistema electoral estadounidense.
Como antecedente, en el año 2000 ya había ocurrido una polémica por el dudoso triunfo de George Bush, aspecto que no pasó a más debido a la decisión del candidato perdedor, Al Gore, de reconocer el triunfo del opositor aun cuando todavía tenía posibilidad de seguir peleando el apretado triunfo de su rival en el estado de Florida, donde era gobernador el hermano del candidato ganador. La razón: perder la presidencia era un mal políticamente menor, ya que era mucho más perjudicial destruir la confianza institucional en el sistema.
Lamentablemente, es mucho más fácil destruir la confianza institucional que construir la legitimidad del sistema. Si el candidato republicano no rectifica a tiempo, más allá del resultado coyuntural de esta polémica elección, la historia seguro le pasará la factura.
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