Como un mal presagio de lo que viene, desde hace varios años existe una percepción entre diversos actores sociales y políticos de que en Guatemala hay condiciones para que se produzca un fraude electoral, tal como ya se había argumentado inmediatamente después del proceso electoral del 2019. Los argumentos para describir el fraude abundan en señalar diversos aspectos: desde los aspectos más técnicos relativos a las fallas de comunicación de resultados y las anomalías detectadas en algunos centros de votación que existieron en el proceso electoral 2019, hasta los argumentos que señalan presiones políticas y cooptación de instituciones políticas por parte de los actores en el poder. El concepto de fraude ronda con cada vez más frecuencia en las redes sociales y en el dictamen previo de algunos analistas políticos.
Sin negar que algunas de estas apreciaciones son correctas, en el sentido de aceptar que la calidad de la democracia guatemalteca está en su peor momento, debido a las pugnas políticas, las reiteradas violaciones a la legislación electoral en lo referente a campaña anticipada y a los intentos declarados del partido oficial de garantizar su reelección, declarar desde ya que existirá un fraude me parece un salto mortal al vacío, ya que es más fácil señalar anomalías en los procesos electorales que probar que efectivamente hubo un fraude.
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El concepto de lo que se considera fraude es relativamente claro: una alteración de la voluntad popular que se realiza por diversas formas. Desde la parte técnica, el fraude es la alteración del conteo de votos para fabricar una mayoría que no existe en realidad. Otras formas de fraude, sin embargo, son más sutiles y por lo tanto, más difíciles de probar: «el fraude no se limita a la alteración de votos sino que incluye explícitamente prácticas tales como la coerción; la intimidación a candidatos; la intervención indebida y parcialización de las autoridades políticas, judiciales, militares o policiales; el uso indebido de fondos públicos y el control de los medios de comunicación» (Rafael Roncagliolo).
Derivado de lo complejo que es probar un fraude electoral es que el concepto es problemático en sí mismo, ya que existe un elemento contextual que hace difícil concretarlo, legalmente hablando: «No existe una definición ampliamente aceptada de fraude electoral porque el concepto aplicado de fraude depende del contexto: lo que se percibe como manipulación fraudulenta del proceso electoral difiere a lo largo del tiempo y de un país a otro. Incluso dentro del mundo académico las definiciones teóricas de fraude todavía no se han unido en los campos del derecho internacional y nacional» (UNODC).
La noción de fraude es entonces problemática cuando se considera desde el punto de vista legal o internacional, pero el hecho de que sea utilizada frecuentemente por diversos actores sociales demuestra otro problema de fondo: las condiciones políticas determinan que no existe una consolidación democrática, tal como lo había definido Guillermo O´Donnell y Philippe Schmitter en sus celebres libros de los años ochenta «Transiciones desde un gobierno autoritario». Recordemos que O’Donnell y Schmitter consideraban que la transición del autoritarismo a la democracia se consolidaba cuando todos los actores políticos y sociales reconocen que los procedimientos e instituciones de la democracia electoral son la única vía para acceder al poder, por lo que no solo se cree en la alternancia del poder, sino en que el resultado de los procesos electorales refleja la voluntad popular. Cuando existen señalamientos de que existe un «fraude sistémico» en marcha, tal como han dicho algunas figuras y actores políticos, y estos cuestionamientos son creíbles para un sector de la ciudadanía, evidentemente no existe una consolidación de la democracia como sistema de gobierno, lo que augura potenciales problemas políticos. Por ello, quizá estamos presenciando una crisis política de proporciones mayúsculas, lo que augura un proceso electoral 2023 de pronóstico reservado.
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