Veamos ejemplos.
Todos, absolutamente todos los guatemaltecos estamos convencidos de que la generación de energía limpia es la mejor elección para nuestro entorno y que, a falta de aerogeneradores, las hidroeléctricas constituyen una buena posibilidad aunque interrumpen algunos ciclos naturales.
Hoy, hasta en el caserío más recóndito existe, cuando menos, un teléfono comunitario que permite a los pobladores interactuar de mejor manera en sus pequeños o grandes negocios, relaciones sociales, familiares, industriales, etc. Así, para nuestros pueblos el problema no es el avance de la tecnología. El problema estriba en el abuso de personajes que nacieron y crecieron mamando, oyendo y creyendo que por sus dineros, posición social o apellidos raros para estas latitudes —aunque comunes o cucarachos en su lugar de origen— pueden hacer o tomar sin más, lo que les dé su regalada gana.
Ninguna comunidad rural estaría en desacuerdo con que su entorno se utilizare para mejorar el estado de la población. Especialmente, de la más necesitada. El quid pro quo gravita alrededor de que el proyecto que se lleve a aquellos lugares sea incluyente, respetuoso de la naturaleza, justo y equitativo. Pero, cuando se llega a un territorio con prepotencia, con actitud de “esto es mío”, violando resultados de consultas populares, sin socializar adecuadamente lo que se pretende hacer y peor aún, con autorización del señor gobierno, entonces arde, no Troya sino el vientre mismo de la madre Tierra.
De esa cuenta, golpea la vista observar fotografías de torres de telefonía celular en Tikal; lastima el buen orgullo imaginar cables de electricidad cruzando el Río dulce; arrostra la conciencia social de nuestros pueblos el pretender desplazar territorialmente comunidades para establecer proyectos hidroeléctricos al troche y desmoche sin tomar en cuenta los intereses de dichos colectivos; y, trasladado este contexto a las urbes, ofende la decencia ver cómo, hasta algunos carriles de autopistas tienen ya propaganda de partidos políticos que irrespetan la Ley Electoral y de Partidos Políticos. El pintarrajeo es tan ilegal como antiestético, en tanto, el Tribunal Supremo Electoral poco hace debido al escaso margen de maniobra que tiene.
En ese orden, afrenta también al Estado la actitud de ciertos centinelas de la oligarquía quienes, cual canes Cerbero, insultan y despotrican en sus columnas de opinión a la ciudadanía, a dignatarios de la Nación, funcionarios públicos y a cuanta persona se les ponga enfrente, cuando aquello que proponen o pretenden sus amos no es compatible con nuestras leyes y por ello no pueden llevarlo a cabo. Y, en extremos inusitados, estos cuidadores del Hades se dan el lujo hasta de cuestionar nuestra Carta Magna.
De tal manera, la conflictividad se cimienta en el egoísmo, la avaricia, la insensatez, la falta de discernimiento y en el no entender que, haber nacido en un entorno privilegiado, no constituye un status de señor feudal o esclavista.
En cuanto el señor gobierno, la culpa la tenemos nosotros porque permitimos que llegue al mismo lo más ignoto, descalificado y espurio de nuestra sociedad. Cada cuatro años cometemos la misma torpeza y nos hacemos de la vista gorda cuando tenemos ocasión de corregir planas o participar en aquellas actividades que redundarían en cambios de fondo en las estructuras gubernamentales. La comodidad es nuestra basa y luego lloramos como plañideras.
Decididamente, si queremos salir del atolladero en que estamos, lo primero que debemos hacer es desterrar de nuestra Patria esa dinámica tan lesiva del estilo Juan Palomo: “Yo me lo guiso yo me lo como”.
Así venimos desde hace 500 años.
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