El ejemplo clásico de uso incorrecto e irresponsable de la deuda es familiar: endeudarse para emborracharse el sábado por la noche, en contraposición con el pago de la cuota del préstamo con el que se compró la casa. Otro uso justificado de la deuda es la atención de una emergencia en la cual la vida, la salud o la libertad de un ser querido dependen de un pago urgente.
El caso del Gobierno es similar. La deuda pública se justifica si se destina a financiar inversiones que generarán ganancias sociales y económicas duraderas y estructurales. Otros países se han endeudado exitosamente para erradicar la desnutrición infantil, el analfabetismo u otras formas de atraso social, o bien para generar infraestructura como carreteras, puertos, medios de comunicación modernos y otras obras de alto valor económico. Cuando estas inversiones se financian con deuda pública y se realizan con honestidad y calidad, dan como resultado sociedades que gozan de altos niveles de bienestar y de desarrollo democrático y que son realmente competitivas en los mercados internacionales. Asimismo, crisis como la pandemia del covid-19 nos han mostrado que la deuda pública es muy útil para que los Gobiernos tomen las medidas de emergencia necesarias para atender una crisis.
Lo malo es que todo este esquema, exitoso en otros países, en Guatemala se desmorona ante el conocimiento ciudadano de actos de corrupción y de abusos. Cuando las inversiones públicas y las acciones de emergencia ante una crisis que son financiadas con deuda pública resultan ser verdaderas cloacas pestilentes de corrupción, el rechazo y la desconfianza hacia la deuda es una reacción no solo natural, sino también muy lógica. Es justo lo que ocurre cuando, pese a que se reporta ejecución financiera, los programas de ayuda no llegan a los más necesitados y estallan escándalos como el de la Comisión Presidencial de Centro de Gobierno o el de los 14.6 millones de quetzales para la compra anómala de galletas.
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Y como es bien sabido, el uso irresponsable de la deuda pública es insostenible, una bomba de tiempo. El saldo de la deuda pública de Guatemala pasará del 26.6 % del producto interno bruto (PIB) observado en 2019 a un cierre estimado en 2020 del 33.1 % de dicho indicador. Y el proyecto de presupuesto para 2021 apunta al 36.3 % del PIB, un incremento de 9.7 % en dos años, que supera el incremento acumulado del 2.6 % en todo el período de 2011 a 2019. Seguramente las autoridades se apresurarán a decir que, aun con este incremento, el saldo de la deuda pública como porcentaje del PIB de Guatemala sigue siendo uno de los más bajos del mundo.
Lo que las autoridades usualmente no dicen es que, si el saldo de la deuda pública se compara con la carga tributaria, el principal indicador de la capacidad de pago del país, en vez de compararlo con el PIB, en 2021 el indicador alcanzará el 336.7 %, excesivamente sobre el nivel recomendado de 250.0 % para países como Guatemala. Es decir, el problema no es que el saldo de la deuda sea grande o pequeño, sino que la capacidad de pago de Guatemala es tan pero tan baja que en un futuro cada vez más cercano no nos alcanzará ni siquiera para pagar ese saldo bajo.
De ese modo, el problema de la deuda pública en Guatemala es doble: por un lado, porque ya está tornándose insostenible en el tiempo; y por otro, porque en demasiados casos se financian corrupción y abusos, y no inversiones económicas y sociales legítimas.
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