En cualquier democracia funcional, la aprobación por parte del poder legislativo de lo que el ejecutivo propone para el presupuesto público del ejercicio fiscal del año siguiente es un proceso político legítimo. En el presupuesto se plasman las visiones y agendas de las fuerzas políticas, de modo que es una arena en la que se baten las ideologías: ¿más impuestos progresivos para avanzar en justicia tributaria o más exenciones a las empresas para atraer inversiones y crear empleos? ¿Más gasto social con enfoque en derechos y con prioridad para la protección social o más inversión pública en la infraestructura vial, que interesa a las empresas?
Por ello conviene distinguir entre este deseable debate político legítimo y el manejo politiquero, por naturaleza ilegítimo, del principal instrumento de la política fiscal que viabiliza financieramente las acciones sociales y económicas. Por ello debería resultarnos inaceptable que, en octubre y noviembre de cada año, en Guatemala se esté volviendo práctica usual negociar en conjunto (o, en la jerga parlamentaria, en combo) la elección de la próxima junta directiva y la aprobación del presupuesto para el año siguiente.
El debate sobre la aprobación del proyecto de presupuesto para 2022 tiene complejidades particulares. Por un lado tenemos la decisión del Organismo Ejecutivo y del oficialismo de no aprobar el proyecto de presupuesto, con lo cual, de conformidad con lo establecido en la literal b del artículo 171 de la Constitución Política de la República, en 2022 se ejecutaría el presupuesto vigente al final de 2021, el cual, a su vez, es el de 2020, que fue el de 2019 más las ampliaciones presupuestarias más grandes de la historia guatemalteca. En este escenario, el Ejecutivo contaría con un techo presupuestario de 107.5 millardos de quetzales, superior al de 104.0 millardos recomendado en el proyecto de presupuesto, incluida una buena parte de la autorización para la deuda bonificada.
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Sin embargo, no todo se limita a tener un techo presupuestario alto. Si no se aprueba el proyecto de presupuesto, la meta de recaudación tributaria seguiría siendo la calculada en 2018 para la realidad de 2019, con lo cual en 2022 esta meta estaría tres años desactualizada. Más allá del problema técnico, mantener una meta de recaudación tributaria tan desactualizada tiene implicaciones políticas muy serias, pues constituye la base de cálculo de los aportes constitucionales al tocar los intereses de las municipalidades, de la Corte Suprema de Justicia y de la Corte de Constitucionalidad, además de los de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Asimismo, la no aprobación del proyecto de presupuesto no incluiría la asignación presupuestaria para el pacto colectivo de condiciones de trabajo con el magisterio nacional (seguramente de ahí la reaparición en la palestra de su líder, Joviel Acevedo). Así, a favor de la aprobación del presupuesto están sectores políticamente poderosos como los alcaldes, el sindicato magisterial y las altas cortes, entre otros.
Lo que es inaceptable es que, en la coyuntura actual, entre los factores en juego solo figuren los intereses de grupos como los alcaldes, el sindicato de maestros y los congresistas que se disputan una silla en la junta directiva del Parlamento, demasiadas veces ilegítimos, y no el factor que debería ser el central por tener la legitimidad máxima: las necesidades y demandas de la ciudadanía. Si no se reconoce que el presupuesto es de todas y todos, si no se asumen como vinculantes las demandas ciudadanas, las negociaciones del presupuesto devienen politiqueras. Y claro indicador de ello es un combo con la elección de la junta directiva del Congreso.
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