El racismo es una forma de dominación, de poder, sustentada inicialmente en la diferencia física entre colonizadores-invasores y colonizados, de manera que los primeros se plantaron como hegemónicos y superiores a través de la violencia avalada por la Iglesia católica toda vez que el otro descubierto, según ellos, era diferente y no encajaba en el pensamiento religioso dominante, por lo cual convenía considerarlo inferior y odiarlo de diferentes maneras (negación, antipatía, desprecio, rechazo, exclusión, segregación, explotación), hasta un claro proceso de violencia simbólica o física, para crear largos e históricos tramos de desigualdad que hicieran más fácil consolidar privilegios, riquezas, identidad de alcurnia y superioridad monocultural.
Racismo y poder, unidos indisolublemente, van convirtiendo la diversidad en desigualdad. No tengo claro qué va primero. Así, el control del poder político y económico por parte de los sectores dominantes se logra a través del ejercicio del más profundo racismo contra los pueblos originarios. ¡Y ay de aquel que ose cuestionar y tratar de revertir dichas relaciones de dominación de casta y de clase!
Mucha sangre y muchas lágrimas se han derramado al enfrentar el racismo en lo biológico, social, cultural y económico. Sin embargo, su último reducto es el nivel más alto de la estructura política y del Estado: la jefatura de los tres organismos de este. Entrar a disputar dichos espacios con legitimidad y posibilidad, desde lo más extremo del tramo de desigualdad implantada por el racismo, hace temblar al sistema de dominación colonial, pone en riesgo el poder y cuestiona la pertenencia exclusiva a grupos que se sitúan imaginariamente como superiores, así como los privilegios mal obtenidos.
La incursión en la historia de los que desde el otro lado del silencio —del no ser— claman con pensamiento propio el derecho a ser y a tener con dignidad y justicia resquebraja el imaginario y la realidad racistas y despierta odios irracionales. Esto explica muchas reacciones ante el fenómeno de Thelma Cabrera y su ascenso vertiginoso ante la debacle del Estado colonial. En el tramo de la pigmentocracia racista, ella está en el otro extremo, y eso duele y evidencia que los salvajes no son los indígenas, sino los racistas, los que se creen blancos y algunos que no lo son, pero quisieran serlo. Su espontaneidad y profundidad de pensamiento, forjado en la lucha permanente, es radicalmente opuesta al discurso vacío de los encorbatados y las pintadas que han hecho del Estado su botín desde el ocio politiquero y a costa de la miseria y el dolor del pueblo.
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El odio, célula del racismo, contra Telma Cabrera se expresa en las redes sociales, en los coloquios y en algunos medios de comunicación. Y es que el racista no acepta que las desigualdades se reduzcan. Porque en mejores condiciones de igualdad no tendrían privilegios ni ostentarían falsas superioridades como lo hacen actualmente. Les duele la fuerza avasalladora de los negados y discriminados, cuya capacidad fue excluida de la construcción del Estado y de la sociedad.
Lo peculiar de este racismo es que la oligarquía, a pesar de ser la más afectada en la pérdida del poder colonial y la más proclive a la discriminación, no expresa en público su rechazo a la desigual, indígena y mujer. Es un estrato grande de la clase media para arriba, cuyos integrantes están ubicados allí por las redes de nepotismo, amiguismo y solidaridad racista de siglos, y que sin pudor despotrican, vomitan su racismo genético y minimizan sus orígenes indígenas porque alguien del más allá, legítimo y reivindicador, amenaza y cuestiona el estatus colonial. Son el blindaje colonizado que protege al colonizador.
Thelma Cabrera es la antítesis del racismo; del discurso moralizante, cristiano, conservador, correctamente político y bastión de la falsa superioridad; de esa narrativa que acepta la existencia del racismo, pero que no por ello deja de ser racista. Hoy, ante la irrupción legítima de la campesina indígena, se desbordan las pasiones irracionales y emergen los distintos discursos de odio que buscan legitimar exclusiones, todo ello como expresión moribunda del estigma colonial, que no ha podido aniquilar a los pueblos originarios.
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