Durante los dos días en que aconteció la actividad, las salas del hotel Barceló estuvieron repletas de ciudadanos, en su gran mayoría simpatizantes y defensores de la Cicig, con la excepción del primer día, que quedó marcado por la irrupción de un grupo anti-Cicig que llegó a gritar su inconformidad.
Calculo que ese día estábamos en la sala unas 600 personas. El grupo que llegó a manifestar en contra de la Cicig estaría conformado por unos 13 o 15 individuos como máximo. A pesar de ser minoría, era evidente el malestar que provocaron. No queríamos reconocer que ellos también tenían voz y que estaban indignados y bien organizados. La tensión se apoderó de la sala hasta que la tiranía de la mayoría se impuso gritando al unísono: «Los ciudadanos no claudicaremos». Los iracundos manifestantes finalmente se retiraron a hacer un show religioso para agradecerle a Dios todopoderoso la victoria de permitirles deshacerse del «demonio» de la Cicig. En apego a la coherencia, me parece que habría sido más sincero que se hubieran ido a Casa Presidencial.
Sin embargo, este capítulo fue significativo porque mostró en una sola imagen la relación de la sociedad con este ente internacional. Una historia en la cual el conflicto y la confrontación son los protagonistas. Aquí no tiene cabida la política.
Bernard Crick, autor del libro En defensa de la política, argumenta que la política es el elemento que permite la convivencia pacífica de las ideas y las concepciones contrapuestas en un clima de respeto y tolerancia. Vista así, la política, lejos de ser un mal necesario, es un bien práctico que niega la violencia y privilegia el diálogo en la resolución de conflictos.
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El conflicto que vimos en la actividad de la Cicig es la culminación de un proceso que solo se leyó desde el ámbito jurídico. Se trataba de casos legales que se llevaban ante los tribunales. Por eso don Iván Velásquez siempre argumentó que no tenían tiempos políticos, que los casos salían cuando estaban listos. Esta incapacidad de atisbar las tensiones sociales que ya comenzaban a aflorar. Después, la ceguera ante el inminente conflicto político que generaban los casos judiciales es la evidencia de que nunca se tuvo una lectura política de la coyuntura. Se descartó el diálogo con el contrario, y no peco al decir que la arrogancia se adueñó de las autoridades. Esta falta de visión política es el pecado capital de la comisión.
El evento de despedida de la Cicig fue autocomplaciente y volvió a negarle espacio de diálogo a la divergencia. Los conferencistas invitados llegaron a resaltar los logros, pocos o ninguno, y a mencionar las falencias y los errores. En efecto, los éxitos son muchos y significativos, pero también hubo fallas, y de ellas no se habló. La única excepción fueron algunos líderes indígenas que mostraron su apoyo a la Cicig, pero que criticaron que ese ente no abordó el nivel local investigando las organizaciones criminales que pululan en sus territorios.
A partir de septiembre no tendremos Cicig. Los enemigos de la lucha contra la corrupción ya amenazan con la persecución penal de jueces y fiscales. Se prepara una «venganza in limine», como dijo Daniel Haering en Twitter. Estamos al frente de un abismo. La violencia y la confrontación siguen amenazando nuestra democracia.
A los ciudadanos nos queda resguardar los logros alcanzados, proteger a los operadores de justicia y velar por el cumplimiento de la ley. Pero ante todo debemos salvaguardar la política como instrumento para dirimir conflictos. Aún estamos a tiempo.
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