Brasil −en miles de familias en grandes ciudades hasta los pequeños barrios a los que llegó la delegación de la Pastoral Juvenil de Guatemala− recibió a más de 3.7 millones de peregrinos de 157 países, con la gala de la alegría y de la convicción profunda de la unidad en la comunión de la fe.
Esta vez, la JMJ fue una fiesta latinoamericana, un llamado al continente de la esperanza: la voz del Papa Francisco enunciando la base más esencial de nuestro humanismo cristiano en español, fue para mí la experiencia íntima de saber que la Iglesia católica también habla mi idioma, vive en mi continente y rescata la espiritualidad de San Ignacio de Loyola. A esto último me quiero referir.
La Iglesia ha sido vista, con razón, como una de las mayores instituciones de poder, cerrada y conservadora. Así se ha perdido el verdadero mensaje evangélico de transformación de nuestras realidades por el amor en sus diferentes nombres hermanos: justicia, solidaridad, dignidad, caridad bien entendida y compromiso con un proyecto de ser mejor sociedad. Francisco, nos decía: “Sigan superando la apatía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas que se van planeando en diversas partes del mundo. Les pido que sean constructores del futuro. Que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor ¡no balconeen la vida! ¡Métanse en ella!”. El Papa de esta Iglesia católica de hoy, nos dijo en la playa que no fuéramos cobardes, que “armáramos líos”, que fuéramos revolucionarios y que construyéramos la historia de un mundo mejor.
Una Iglesia que recupera la propuesta de San Ignacio, de comprometerse desde la pasión por la transformación de estructuras históricamente construidas sobre el valor de la riqueza, el egoísmo y la indiferencia ante la vida humana.
El Papa me hizo pensar mucho en Guatemala y no dejo de recordar al P. Carlos Cabarrús que como buen jesuita nos decía hace unas semanas que esta transformación profunda se hace desde la amistad creada por el compartir la visión de un cambio, pero también de defender la vida como don divino y como posibilidad y responsabilidad única y plenamente humana.
Regreso luego de un mes a Guatemala. Mientras estaba allá, compartí con una pareja de brasileños con más de 30 años de casados y los mismos de estar comprometidos con crear una comunidad –una iglesia− en un pequeño barrio llamado Fragoso en Magé, que sin conocerme abrieron su casa, su historia personal y así me dieron una gran lección de cómo se vive la fe en lo cotidiano. Pero también supe de la muerte violenta de la madre y sobrina de un sacerdote que nos acompañaba, y luego del esposo de una amiga de trabajo.
La realidad de mi país y la mía misma, vengo convencida, pueden modificarse, no tenemos destino escrito en piedra. Hoy más que nunca me fío del mensaje de amor de mi religión cristiana y católica.
Más de este autor