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El país que odia a las mujeres

El año pasado entraron a la fiscalía de la mujer 56 mil denuncias. La violencia contra la mujer es el delito con mayor incidencia en el país.
Detrás de la aceitera, la agarró, la amenazó con una piedra, la llevó a un terreno baldío, la golpeó y la violó.
El edificio que alberga los juzgados está en la zona 10.
El delito de violencia contra la mujer es el más denunciado en Guatemala. Sólo el año pasado el MP recibió 56 mil denuncias.
Se evita que los acusados vean directamente a la víctima.
La habitación para los niños que llegan con los adultos.
"Mujer denuncia", dice un cartel en el pasillo.
Una investigadora del INACIF da a conocer los resultados de una prueba científica.
Uno de los acusados de violación.
El juzgado absolvió al acusado de violencia de género por haber sido denunciado antes de la vigencia de la ley.
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El país que odia a las mujeres

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El delito de violencia contra la mujer es el más denunciado en Guatemala. Sólo el año pasado el Ministerio Público recibió 56 mil denuncias. Aquí el relato de cuatro audiencias, cuatro estampas que permiten observar cómo funcionan los tribunales especializados en violencia de género, sus carencias y fortalezas, y pintan un país que odia las mujeres.

La jueza escucha atenta el testimonio de doña Carmen, una anciana de pelo corto, teñido de marrón con reflejos rojizos. De cuando en cuando, da un sorbo a una taza de té. Pero a veces, el gesto que lleva la taza a la boca se congela a medio camino, ante el horror de la narración. La jueza deberá decidir en unos minutos si el caso pasa a debate oral, la última fase de un proceso judicial, o si se abandona la causa.

La sala del juzgado es pequeña. Al fondo, el escritorio de la jueza, con su computadora y su mazo de madera. Enfrente de ella, abogados, fiscales y el acusado. Doña Carmen está escondida en un rincón, entre una pared y un tabique que la separa de los demás y evita que tenga que declarar bajo la mirada directa de su agresor.

“Y ahora digo lo que me llevó a poner la denuncia”, anuncia doña Carmen. Antes, ha narrado los golpes, insultos y robos que ha padecido en silencio por casi diez años por parte de su hijo Jony, un hombre obeso de 50 años. “Un día le reclamé porque él se quedaba con el dinero de la renta de un apartamento que tenemos con mi marido. Se puso furioso. Me agarró del pelo, me hincó, me pegó. Me levantaba del suelo del pelo y me tiraba de nuevo. Estaba fuera de sí, como si un demonio se le hubiera metido. Logré darle una patada mientras estaba tendida, y eso lo enfureció más. Me agarró del cuello y me quiso ahorcar. ¿Sabe quién me salvó la vida? El perro, que se le tiró encima y le mordió el brazo, y luego quiso agarrarle la garganta. Pero él logró agarrar al perro de las orejas y lo empezó a somatar contra una mesa. Lo quebró; se murió unos días después. En eso pude salir a la calle, y él, en la calle no me toca porque la gente lo toma por un gran hombre, y hasta le dicen licenciado porque trabajó en un juzgado”.

Doña Carmen termina su relato pidiendo perdón por la molestia que origina. Pide perdón a la jueza, a los abogados, pide perdón a Dios y pide perdón a su hijo por entregarlo a la justicia aunque ella quisiera que nada malo le pasara. La sicóloga que la atiende trata de mitigar su aflicción: le trae té, le alcanza unos kleenex, le toma la mano.

Después de analizar los testimonios y las piezas presentadas por la fiscalía, la jueza decide no abrir el debate oral que determinaría la culpabilidad o inocencia de Jony: un peritaje mal hecho sobre el estado sicológico de la mujer debilita la investigación. No cierra el caso, pero exige un nuevo peritaje. Pasarán un par de meses y doña Carmen deberá someterse, por enésima vez, a las preguntas inquisitivas de un experto y revivir, contándolas otra vez, sus desgracias.

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Antes de 2008 este caso no hubiera llegado a tribunales ni hubiera sido investigado por el Ministerio Público. La violencia intrafamiliar era considerada hasta entonces como un asunto privado en el que el Estado no tenía que meter las narices. Lo único que hubiera podido hacer la jueza es establecer medidas de protección en favor de la agraviada y, talvez, imponerle al agresor una reparación por los daños ocasionados. Lo dice un oficial de un tribunal de femicidio: “Antes, la mujer podía llegar golpeada, con los dientes en la mano, y lo único a lo que se arriesgaba el hombre era a pagar algo”.

En 2008, obedeciendo a dos tratados internacionales —la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer— Guatemala cambió su legislación. Se aprobó la Ley contra el Femicidio y otras Formas de Violencia contra la Mujer que cambiaba aspectos importantes en el sistema de justicia. La violencia doméstica dejó de ser un asunto privado para convertirse en un asunto público, es decir, un delito que puede ser investigado por el Ministerio Público y sancionado en un tribunal de sentencia. Además, aunque la víctima quiera desistir del proceso, el Ministerio Público puede actuar de oficio y llevar el caso hasta su fin.

La creación de juzgados y tribunales especializados fue también uno de las disposiciones de la ley. Estos tribunales se encargan de juzgar femicidios, actos de violencia contra la mujer, violaciones y trata de personas. Allí, los acusados son todos hombres, las víctimas todas mujeres. Estos órganos de justicia fueron creados en 2010 por iniciativa de Thelma Aldana, entonces magistrada de la Corte Suprema, y desde mayo de 2014 jefa del Ministerio Público.

Once de los 22 departamentos del país cuentan con estas estructuras especializadas. En los que no las tienen, los casos de femicidio y violencia contra la mujer pasan a los juzgados y tribunales ordinarios.

La existencia de esta justicia especializada causó polémica. La Ley de Femicidio fue impugnada varias veces. En un amparo ante la Corte de Constitucionalidad, el abogado quetzalteco, Romeo Silverio González Barrios, argumentó que la ley violaba el principio constitucional de igualdad ya que penalizaba sólo a hombres. Lamentó que la ley propiciara el rompimiento de la familia y aseguró que no se había tomado en cuenta las tradiciones de los pueblos indígenas. El 23 de febrero de 2012, la Corte de Constitucionalidad desechó el amparo. El principio de igualdad de la Constitución, explicó la Corte, no está reñido con una legislación específica que permita contrarrestar desigualdades existentes, como las de género. Y, en efecto, señalaron los magistrados, la violencia contra las mujeres proviene de esas desigualdades.

 

 

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Alejandra González Godoy, coordinadora de proyectos en la unidad del Organismo Judicial que monitorea la aplicación de la justicia especializada lo explica de otra forma: “A una mujer le pegan o la violan sólo por ser mujer. No hay otro móvil. Y eso no se puede atender más que con enfoque de género en la justicia”. La ley de 2008 no sanciona todo tipo de violencia contra la mujer: sanciona la que tiene que ver con relaciones familiares, sentimentales, laborales, así como la violencia relacionada con la misoginia, el odio a la mujer, y que se pueda observar menosprecio hacia su cuerpo.

Otra disposición de la ley que conlleva un profundo cambio cultural en el sistema de justicia, es la obligación del Estado de ofrecer asistencia legal a las mujeres víctimas de violencia. Hoy, de esto se encarga, con sus limitados recursos, el Instituto de la Defensa Pública Penal (IDPP). Esta cuenta con 180 abogados a nivel nacional dedicados a querellar a favor de las víctimas. En los tribunales especializados, es frecuente ver a dos defensores del IDPP enfrentados en el juicio, cada quien defendiendo intereses opuestos. Según Amalia Mazariegos, coordinadora de la unidad que se encarga de la asistencia legal a las víctimas, del Organismo Judicial, esta asesoría permite que las mujeres no desistan del proceso legal, y les ayuda a obtener, al final del juicio, una reparación digna.

Este cambio de funciones del IDPP, el cual, su propio nombre lo indica, tiene por función defender a los acusados que no pueden costearse los servicios de un abogado, también rechazo. “Algunos abogados tenían objeciones de carácter económico porque sentían que iban a perder clientela”, indica Mazariegos, para quién, la asesoría legal gratuita no debería brindarse sólo a las mujeres víctimas de violencia, sino a todos los agraviados que lo necesiten.  

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Maritza y Cecilia piden a la jueza que se haga justicia. El señor Frank le pide también justicia, pero sobre todo, que lo deje en libertad para que pueda mantener a su familia. Tiene unos 40 años. Maritza y Cecilia un poco más de veinte.

Los hechos, tal como los narra la jueza al leer la sentencia son estos: Las mujeres trabajaban en una maquila. Su superior jerárquico, el señor Frank, empezó a acosarlas. Un día Maritza estaba en una bodega cuando Frank se le acercó por detrás y le puso la mano en los pechos, diciéndole palabras soeces. Ella se debatió. Él quiso darle un beso en la mejía, pero, por el forcejeo, resultó en un cabezazo. Maritza escapó. Buscó ayuda, y supo que Cecilia pasaba por las mismas penas con el mismo señor Frank. Juntas, haciendo frente común, pusieron la denuncia en 2012 y solicitaron apoyo de la Defensa Pública Penal. Mientras la jueza lee la sentencia, con aire a la vez severo y didáctico, las mujeres se toman de las manos. No solicitaron el biombo tras el cual podrían esconderse del señor Frank.

El señor Frank es culpable de abuso sexual, dicta la jueza, delito cometido aprovechando su posición jerárquica: Diez años de cárcel, durante los cuales deberá someterse a medidas de reinserción social y tratamiento sicológico para aprender a relacionarse adecuadamente con las mujeres.  Esto suena a broma siniestra si se sabe que en las cárceles hay un 163 % de hacinamiento, y hasta 20 reclusos por un solo guardia.

El año pasado entraron a la fiscalía de la mujer 56 mil denuncias.  La violencia contra la mujer es el delito con mayor incidencia en el país. El 15 % del total de las denuncias recibidas en 2013 por el Ministerio Público son por este tipo de casos. Le siguen las amenazas (14 %) y el robo (9 %).

Este número se ha disparado en los últimos años. En 2008, año en que se decretó la ley, las denuncias apenas alcanzaban las 12 mil. ¿Significa esto que la violencia contra las mujeres está en aumento?  Según la jefa de la fiscalía de la mujer, Blanca Yolanda Sandoval, la respuesta es: no. “Esto muestra que la mujer se está empoderando. Ya esta más consciente de sus derechos y sabe mejor cómo defenderse”.

Desde ese punto de vista, el aumento de las denuncias es un logro. Pero un logro problemático. Muestra hasta qué punto la violencia contra la mujer está banalizada en la sociedad guatemalteca. “Es imposible describir un perfil del agresor”, explica Sandoval. “No existen límites ni estratos sociales para ese tipo de violencia. Lo mismo violenta un millonario que el más pobre, lo mismo violenta el más educado que el más ignorante. Todas las mujeres en Guatemala somos víctimas potenciales”.

No hay fiscalía mayor que la de la mujer en el Ministerio Público. 440 personas trabajan en ésta en todo el país, incluyendo sicólogos, trabajadoras sociales e intérpretes. Es también una fiscalía al borde del colapso por la cantidad de denuncias. Resulta imposible atender a tantas víctimas ni investigar tantos casos.  

La fiscalía está obligada, primero, a “limpiar” las denuncias. En muchas se determina que no hay realmente un delito que investigar o que la mujer denunció para obtener medidas de seguridad y no para iniciar una persecución penal. Según la fiscal de la mujer, alrededor del 30 % de las denuncias entran en estas categorías.  Luego el MP debe priorizar los casos según el nivel de riesgo para la víctima. Se consideran en riesgo las mujeres embarazadas y las que han sido agredidas por miembros del Ejército, de la Policía, de las pandillas, del crimen organizado o cualquier hombre que maneje armas. En esos casos, el MP puede actuar de oficio aunque la víctima sólo haya venido en busca de medidas de protección. También se prioriza según la cantidad de datos que pueda dar la víctima sobre el agresor. “Su colaboración cuenta, porque muchas de  las víctimas no saben el nombre de su conviviente. Llegan y dicen que fue el Chucho o que fue el Sapo, y así nos cuesta individualizar al agresor”, indica Sandoval.

El Ministerio Público es un filtro bastante selectivo. Aún así, la mora judicial, es decir el tiempo que toma para que un caso sea conocido por un juez puede tardar hasta dos años después de cometido el delito. Al igual que el MP, los juzgados y tribunales especializados no pueden con tantos casos. En 2013 ingresaron a estos órganos especializados  3,560 casos y se dictaron 1,460 sentencias.

Si se compara con las 56 mil denuncias anuales, es poco; si se compara con las 354 sentencias de 2011, hay un avance.

En el departamento de Guatemala la justicia especializada muestra su cara más eficiente: el MP y el organismo judicial tienen buenos sistemas de atención a la víctima, el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), con sus limitaciones y demoras, presenta peritajes que ayudan a los jueces en sus decisiones, y la Defensa Pública Penal participa en muchos debates como querellante y como defensora. En cambio, en el resto de departamentos del país, los rezagos son evidentes incluso en los que tienen órganos de justicia especializada. Según Nery Baten, abogado de la Fundación Sobrevivientes, en la provincia, con la excepción de Quezaltenango, es frecuente ver fiscales que no saben aplicar las leyes que protegen a las mujeres. “Lo hemos visto en varios lugares, en especial en Santa Rosa, en donde el MP busca hacer conciliaciones entre la víctima y el agresor para archivar los casos antes de que lleguen a los juzgados, lo cual es ilegal ya que la violencia contra la mujer es un delito de acción pública”, afirma.  

En los departamentos puede ser difícil obtener un peritaje por parte del Inacif. En los casos de violencia sicológica, por ejemplo, el peritaje del Inacif es primordial puesto que muchas veces no hay testigos ni otras evidencias del delito más allá de la declaración de la víctima. Pero en Guatemala, sólo 10 departamentos cuentan con un sicólogo del Inacif. El vocero de la Institución,  Roberto Garza, admite que es insuficiente, y que muchas veces están obligados o de mandar un sicólogo a otras sedes, o de pedirle a la víctima que viaje a donde está el sicólogo. “No tenemos presupuesto para contratar más personal. Sin embargo, en dos años hemos multiplicado por dos el número de sicólogos y el número de peritajes”, afirma Garza. Actualmente, el Inacif cuenta con 18 sicólogos a nivel nacional, los cuales han emitido, en 2014, 10,556 peritajes. Más de 400 casos por sicólogo en menos de un año “Hemos visto informes sicológicos donde el experto dice que lo hizo en una hora. Esto le resta  credibilidad y no da seguridad jurídica”, afirma el abogado Nery Batén.

Las deficiencias del MP y el Inacif, así como el poco entendimiento de algunos jueces con respecto a la violencia de género se reflejan,  afirma Alejandra González, en la proporción de sentencias absolutorias. En el departamento de Guatemala, donde la justicia de género es la más eficiente, el 20 % fueron favorables al acusado en 2013 y 2014. En los demás departamentos con justicia especializada, el 32 % lo son.

El organismo judicial, en especial en el interior, también muestra sus rezagos. “Hay jueces para quien los casos de violencia contra la mujer no son tan graves. En vez de pedir órdenes de aprehensión en contra del agresor, simplemente lo citan a declarar, y luego declaran falta de mérito argumentando que son problemas conyugales comunes. Esto se puede ver hasta en los juzgados especializados”, expresa Nery Batén.

“Cuesta desestructurar los patrones culturales. Muchas veces en el sistema de justicia, se les exige a las víctimas que estén presentes en todas las audiencias,  cuando no existen las condiciones para que lleguen, por la distancia, lo económico, el tiempo que se alarga o el hecho de enfrentar varias veces al victimario”, opina Victoria Chanquín, investigadora del Grupo Guatemalteco de Mujeres, organización que brinda apoyo y asesoría legal a mujeres víctimas de violencia.

 

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El año pasado, ingresaron al Ministerio Público, 300 denuncias por femicidio y se dictaron 34 sentencias. Se registraron también 748 muertes violentas de mujeres. No todos los homicidios de mujeres se califican como femicidio. Según la ley de 2008, los femicidios son las muertes ocasionadas “en el ejercicio del poder de género en contra de las mujeres”. En casi todas las sentencias por femicidio, el perpetrador tenía un vínculo con la víctima: era novio, esposo, conviviente, o lo había sido con anterioridad, o la víctima había rechazado establecer una relación sentimental con el agresor. Aquí, es fácil tipificar de delito como femicidio. Cuando no hay vínculo afectivo de por medio, se considera también femicidio un asesinato en el que hay muestras de odio hacia la mujer. “Hay un significado simbólico en las muertes de mujeres que no es el mismo que con los hombres. Con las mujeres se observan patrones de ensañamiento, como disparar a la cara para desfigurar el rostro, desmembraciones. Es una forma de descargar el odio hacia el grupo”, explica Victoria Chanquín, quien lamenta que muchas de las muertes violentas de mujeres sean tipificadas como asesinatos u homicidios de manera errónea.

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Lesbia, mujer pasada de kilos de unos 50 años, es monitora de terapia en un hospital de salud mental. Tiene los dedos amarillos por la nicotina. Ante la jueza insiste, casi desesperadamente: “¡Él ha cambiado! Ahora, con la terapia, está tranquilo. Ya no se enoja como antes y ya no hemos tenido problemas. Por eso ya estamos juntos nuevamente”.

Lesbia y Mynor, ya en su madurez, decidieron vivir juntos. Una noche, Lesbia salió con sus amigas a divertirse. Cuando volvió, Mynor, guardia de seguridad privada, estaba fuera de sí, la llamó puta, se abalanzó contra ella y la molió a golpes. Ella puso la denuncia. La investigación demostró que no era el primer episodio de violencia, aunque sí el más serio.

La jueza determina que el caso no se puede cerrar ya que la investigación del MP es sólida. Sí existe fundamento para abrir el debate oral, un chasco tanto para la víctima como para el victimario. A pesar de todo, Lesbia y Mynor quieren seguir viviendo juntos.

La jueza ofrece a la mujer medidas de protección. Lesbia las rechaza. No son necesarias, dice, él está tranquilo, ya no quiere hacerle daño. La jueza es terca, no escucha razones, y le obliga a aceptar los documentos, escudos de papel que, cuando son presentados a la policía, deberían motivarla a actuar con más apremio.

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Los jueces especializados en violencia contra la mujer han recibido una formación específica de cinco semanas en las que, entre otras cosas, se les ha explicado lo que es el ciclo de la violencia doméstica. En una relación de maltrato, se alternan fases de agresión, golpes e insultos que con los años pueden llegar al asesinato, con fases de reconciliación, disculpas, tiernas promesas y regalos. La segunda fase se le conoce como “luna de miel”.

Cuando un caso de violencia contra la mujer llega al juzgado, por lo regular, la pareja está en la fase luna de miel, y por lo tanto, la víctima se convierte en el mejor abogado del victimario. “Las mujeres cambian su declaración. Empiezan a decir yo me caí, me golpeé, él es inocente”, explica la jueza Miriam Elizabeth Méndez de Blanco. “Entonces ellos, se ponen gallitos, y dicen, ya ve, ella es la culpable, lo acaba de decir. Yo soy inocente”.  Se han visto juicios en que la mujer la toma en contra de los propios fiscales, y asegura que mienten, o que la obligaron a declarar en contra de su pareja.

“En un proceso normal, si la víctima desiste de la persecución, o si cambia mucho su versión durante el juicio, entonces se cierra el proceso. Pero aquí, nosotros analizamos que la mujer se encuentra en un ciclo de violencia. Por eso resolvemos de acuerdo a los informes forenses y sicológicos, declaración de los agentes aprehensores, testigos, y vemos cómo se concatena todo para llegar a la certeza jurídica de si hubo o no violencia”, explica la jueza Dina Ochoa Escribá.  

La fase “luna de miel” no explica por siempre la propensión de las mujeres a desistir de los procesos contra sus agresores. “Cuando deciden denunciar, romper con el ciclo de violencia, se exponen a que haya represalias contra ellas por parte del agresor o su familia. Ha habido mujeres que han denunciado y las han matado. Otra forma de vulnerarlas es tratando de quitarles la custodia de los niños. Esto es algo recurrente”, explica Victoria Chanquín del Grupo Guatemalteco de Mujeres. 

Esto señala uno de los problemas sociales que, si bien no son del ámbito de la justicia penal la cual está para sancionar los delitos, si la acompañan: qué hacer con las familias en las cuales el hombre, un maltratador sentenciado y encarcelado, era también el que trabajaba. Al cabo de un juicio, siempre hay una audiencia de reparación digna que debería ayudar económicamente a la mujer. Pero a veces, lo que pide la víctima son sumas irrisorias, 5 o 6 mil quetzales para cubrir los gastos de transporte, comida y días laborales invertidos durante el juicio. Por otra parte, “la reparación digna es que es irreal, porque mandas al que tiene que pagar a la cárcel”, explica Alejandra González, de la Unidad de Control de la Justicia Especializada. “Y a la vez, quitas el sustento a una mujer que nunca ha trabajado afuera del hogar”, agrega. Algunos jueces, como Miriam Méndez de Blanco, buscan soluciones ad hoc, como pedirle a la Secretaría de Bienestar Social que integre a la víctima en los programas sociales como la “bolsa segura”. Pero es a todas luces insuficiente. “Es necesario darle a las mujeres las herramientas para salir adelante, empleo, formación, guarderías, para que puedan decir: ’yo con este machista, ¡ya no quiero vivir!’”, agrega la jueza.

Otro problema a resolver, según expertas como Alejandra González Godoy, es qué hacer con los hombres sentenciados por violencia contra la mujer. Si es correcto el adagio feminista que dice que los hombres maltratadores no son monstruos sino hijos sanos de una sociedad machista, ¿qué hacer con tantos hijos sanos? “Son hombres que violentaron la ley, sí, pero que tienen un perfil diferente al de un pandillero o un miembro del crimen organizado que conlleva otras problemáticas sociales. Pero en la cárcel los metes en el mismo canasto, y en el Sistema Penitenciario no hay capacidad para devolverlos a la sociedad y evitar un nuevo proceso. No hay reinserción y esa persona vuelve a cometer el mismo delito una y otra vez”.

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En la sociedad correcta, talvez Luis y Griselda hubieran sido novios. Se hubieran conquistado por mensajitos, tomado de la mano en el parque, encontrado a hurtadillas de sus padres, y luego se hubieran desilusionado, roto con un “seguimos siendo amigos” o un “no quiero verte nunca jamás”. Hubieran llorado hasta que otro rostro bonito apareciera, y vuelta a empezar. Pero en San Antonio Las Flores, Chinautla, las cosas no suceden así. El lenguaje de la violencia es el único que conocen unos jóvenes sin futuro ni perspectivas. Ahora Luis está frente a un juez que se prepara a dictar sentencia.

El caso es que Luis, 18 años recién cumplidos, ayudante de camioneta, siguió a Griselda, de 16, quien había salido a comprar medicinas. Detrás de la aceitera, la agarró, la amenazó con una piedra, la llevó a un terreno baldío, la golpeó y la violó. En todo el proceso Luis ha guardado silencio. No ha prestado atención ni al fiscal ni a su defensor ni a los peritos del Inacif, como si no fuera con él la cosa. El proceso es un teatro del absurdo en el que el protagonista se niega a interpretar su papel.  Nadie le acompaña en la sala. Aburrido, apoya la cabeza sobre su mano. Su antebrazo está cubierto de cicatrices espaciadas regularmente. Son las laceraciones que muchos adolescentes se infligen a ellos mismos, marca del desprecio que se tienen y que le tienen al mundo.

Diez años inconmutables, dicta el juez. El fiscal había pedido quince. De Griselda, ausente durante el debate, sabemos que ha sufrido no sólo por la violación, sino por el estigma que supone haber sido violada. Tuvo que abandonar sus estudios porque en el instituto se burlaban de ella, le decían “la violada”, maltratos de adolescentes que talvez se laceren los brazos y solo conozcan la gramática de la violencia.

 

Nota: los nombres de las víctimas y los procesados han sido cambiados

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