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El país del encierro, del entierro

La historia de Rigoberto es una tragedia. Para Eduardo Montes. Para su familia. Para el propio Rigoberto. Para la familia de Rigoberto. Para Honduras.
Poco antes del crimen, el padre del poeta fallecía de cáncer en un hospital público
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El país del encierro, del entierro

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“Si viviéramos en un país diferente no habría sucedido lo que pasó, no habría sucedido una tragedia así”, dice Rigoberto Paredes mientras ríe, entre tímido y nervioso, al mismo tiempo que se rasca la cabeza pelada, de presidiario. Rigoberto duda. Llama tragedia a lo que hizo: Un hecho de una violencia extrema. De la misma manera que no quiere reivindicarse, ni justificarse, al explicarse, incluso contra sí mismo, se reivindica. Y al comprender su reivindicación, involuntaria, se comprende la profundidad del agujero en el que ha caído Honduras.

Rigoberto, diseñador gráfico, poeta, artista, acaba de cumplir treinta años y lleva casi dos encerrado en una celda minúscula del módulo de máxima seguridad de la Penitenciaría Nacional de Támara, cerca de Tegucigalpa. En septiembre de 2015 mató a Eduardo Montes, abogado de quien vice presidía entonces el Congreso de Honduras, la diputada del Partido Nacional Lena Gutiérrez, que era acusada de ganar dinero vendiendo medicamentos adulterados al sistema de salud público.

La cámara de seguridad del elevador en el que Rigoberto mató a Montes grabó lo sucedido. Veinticuatro puñaladas y el cuello degollado. Montes no pudo escapar. Y Rigoberto, atrapado cuando trataba de huir, habló. Nadie, ni el propio Rigoberto, cuestiona su culpabilidad. La justicia falló que lo que hizo fue un asesinato con alevosía súbita y ensañamiento. La fiscalía pide la pena máxima: 30 años de prisión. La defensa, en cambio, alega que fue un homicidio simple con una pena de 15 años.

Pero los años que pasará tras las rejas no son lo único que está por decidirse en este caso, que simboliza en su explosión catártica –irracional, pero quizás no tanto– el descenso de Honduras a un caos de corrupción, violencia e impunidad que ya no sólo lastra sus posibilidades de avance o normalidad, sino que produce monstruos desde algún lugar relacionado con la razón.

Queda comprender el porqué de esa muerte y hacerlo con la ayuda del propio Rigoberto. Aunque parece que ni siquiera él sabe aún si lo que sucedió aquella mañana en aquel edificio de Tegucigalpa fue una causa política o un caso más de nota roja. Quizás fue ambas. Quizás en Honduras la injusticia ha fusionado ambas. 

Porque ni Rigoberto ni Montes ni el momento ni el contexto del crimen pueden aislarse de lo que sucedía en Honduras en aquel 2015 de antorchas e indignados que tapaban las calles exigiendo para su país una justicia que sólo muy poco a poco comienza a vislumbrarse.

“El tipo era un maldito asesino, un sicario. Era un asesino mataba a los testigos de sus casos. Está defendiendo a esa mierda de Lena Gutiérrez. Siete mil millones (alrededor de 300 millones de dólares) se robaron del Seguro. Cuando usted vaya allí, cuando a usted le toque ir, se va a morir porque ellos se robaron todo. En este país no hay justicia para esa gente… y a todos nos jodieron… Tengo amigos que perdieron a su familia, tengo una amiga que perdió a su tío en el Seguro, tenía cáncer y no lo atendieron, nada. Otra amiga que la mamá se le está muriendo y no tienen ni dinero para cuidarla, aquí nadie tiene nada. Esa gente hizo mierda este país”.

Esas frases, unívocas en cuanto reivindicación política de un crimen, son parte del relato de Rigoberto ante el guardia de seguridad del edificio que lo detuvo minutos después de que matara a Montes. Los hombres lo grabaron y Rigoberto sostiene ahora, con ambigüedad, durante una entrevista en la cárcel, la primera que concede, que dijo todo aquello para salvar la vida. Que de no haberlo dicho, la policía o los mismos guardias lo habrían matado.

Rigoberto pudo ser el hombre que, autoinmolado —“sé que voy preso, no me importa” — dijo también en aquella narración inmediata, levantara una revolución o una revuelta contra el gobierno por parte de una población harta de violencia e impunidad. Pero no. No fue así.

Si un poeta nicaragüense, otro Rigoberto, Rigoberto López, asesinó en 1956 al General Anastasio Somoza antes de acabar convertido en héroe, o si la muerte de un vendedor callejero en Túnez dio inicio a la primavera árabe y la caída de varios dictadores, la muerte de Montes no provocó ningún movimiento popular.

Acaso un sucedáneo. Un grupo de facebook, cerrado en cuestión de días y que nunca superó los 2000 miembros, llamado “Rigoberto paredes Héroe Nacional”. Y quizás, un retraimiento al silencio por parte de quienes protestaban en las calles. Es muestra que hasta para los crímenes que se inscriben en la memoria colectiva de un país, Honduras se queda en triste sucedáneo.

A casi 200 kilómetros de la cárcel donde está recluido Rigoberto, Bismark Espinoza, psiquiatra del Hospital Mario Catarino Rivas en San Pedro Sula atiende cada mes cientos de pacientes de la zona noroccidental del país que llegan con altos niveles de ansiedad, depresión, problemas de sueño, rabia. “Es una acumulación. La salud mental de los hondureños está alterada. Nadie anda tranquilo en la calle, la gente vive pensando que le van a hacer daño, esa sensación casi permanente de que algo malo le va a pasar tiene repercusiones también físicas y emocionales. La gente se pregunta: “¿Quién me va a defender?”. La sensación de injusticia crece y es como que estuviéramos inflando una bomba: se pasa y ¡boom! explota”, dice Espinoza. Le puede pasar a cualquiera y las reacciones son violentas.

El silencio hace daño, dice el psiquiatra Espinoza, la gente se siente en desventaja, calla, no puede ir a protestar porque no tiene confianza en las instituciones. Según datos del sistema sanitario, hasta el 35 por ciento de la población sufre de algún transtorno mental. En la región hubo guerras, reacciones en masa pero en Honduras no se dio y lo que hay ahora es una guerra por la vida cotidiana.

* * *

Dos años después del crimen, Rigoberto, que pasa su tiempo encerrado entre su afición al dibujo, la lectura, la traducción de los libros de sus padres, escritores, al inglés, el estudio del alemán o partidas en un ajedrez (hecho a mano con papel higiénico) a cuyo extremo se sientan pacíficamente narcos y pandilleros, y dice que lo que le sucedió fue una tragedia, que él no es una causa política y que el país sigue empeorando sin que él pueda hacer nada por evitarlo.

Pero también se explica. Tímido. Dubitativo. Contradictorio unas veces, lúcido otras, conciliador en todo caso. Recuerda las sensaciones que tenía antes de matar a Montes. Que sigue teniendo y muchos en Honduras comparten. “Realmente uno se siente atrapado”, dice. Pero no habla de su celda sino de su país. “Uno se siente atrapado, se siente atrapado”. Repite e insiste. (atrapado (atrapado (atrapado) atrapado) (sin salida). “Incluso me sentía más atrapado cuando estaba afuera que ahora, me sentía más atrapado con las circunstancias, aquí sé que tengo que aceptar las cosas”. Habla de una gran impotencia, que siente que cualquier cosa que pudiera hacer como activista, que lo fue, militante, no servía de nada, y ahora calmo, resignado quizás, dice que cuando uno “está libre quiere luchar porque las cosas salgan adelante y… pues… es un sentimiento de impotencia mayor, realmente esa impotencia que estaba sintiendo yo, que estábamos sintiendo… era peor la impotencia de ver el descaro con el que se estaban saqueando las instituciones, mintiendo, mostrando una cara de indiferencia total”.  

Eso explica ahora que está encerrado y se siente encerrado y en su relato posterior al crimen se refería a lo que vivió en las calles los meses antes del encuentro mortal con el abogado: una herida que le dolía a miles de hondureños: el robo de miles de millones de lempiras al Instituto Hondureño de Seguridad Social: hasta 200 millones de dólares en daño patrimonial: un acto de corrupción que se extendió durante el gobierno del presidente Porfirio Lobo, entre 2010 y 2014, que estalló en la prensa a lo largo de todo 2015 y llegó a salpicar al actual presidente de la república, Juan Orlando Hernández que tuvo que reconocer que parte de ese dinero había financiado su campaña. El nombre de Lena Gutiérrez no dejaba de sonar. A la vez que vicepresidenta del Congreso y pese a la prohibición legal de vender al estado, era copropietaria de Astropharma, una empresa suministradora de medicamentos aunque se esforzaba por ocultarlo. La acusaban de vender a precios inflados medicamentos sin principio activo. Placebos. Que en las calles de Honduras y la percepción de la gente convertirían en “pastillas de harina” y en el blanco del odio popular. Y Montes, que la defendía en televisión día sí y día también, se cruzaba cada día con Rigoberto en el pasillo del edificio en que ambos trabajaban. Es probable que esos encuentros de pasillo profundizaran la herida. Una herida colectiva que a Rigoberto le afectaba con especial crudeza.

Los meses antes del crimen de Rigoberto había comenzado un movimiento en las calles de Honduras. Como consecuencia de una depresión política colectiva, alimentada por el goteo, durente meses, de detalles escabrosos sobre el asalto a los fondos del Seguro Social, miles de personas, impulsadas por un grupo de jóvenes que se denominó a sí mismo “los indignados”, pidieron justicia viernes tras viernes en manifestaciones masivas que se extendían por todo el país. Los detalles, grotescos: se hablaba de muertes por falta de medicamento, de medicamentos enterrados, vendidos a sobreprecios escandalosos, de líneas de créditos, se confiscaban propiedades a nombre de Mario Zelaya, director del Seguro Social y sus cómplices, familiares y amantes.

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La confianza en las instituciones de Estado era nula y los manifestantes, apoyados por casi toda la oposición, reclamaban una intervención internacional del sistema de justicia, una comisión contra la impunidad gestionada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) similar a la CICIG guatemalteca que en los meses anteriores había hecho caer al gobierno de Otto Pérez Molina por corrupción. Algo ha sucedido. Se instaló la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) que ha comenzado a acompañar a las instituciones hondureñas en la lucha contra impunidad. Muchos critican que se trata del proyecto del gobierno y no de la sociedad civil, y no olvida    además porque el papel en Latinoamérica de la organización de Estados Americanos (OEA), que la administra, no ha sido de fiar. Sólo el tiempo podrá evaluar su actuar. Por ahora, algunos de los responsables de la corrupción en el seguro están siendo condenados.

Pero además, mientras se manifestaba en las calles, Rigoberto no sólo sufría por el país. Sufría junto a su padre, el poeta hondureño Rigoberto Paredes, que falleció debido al cáncer poco antes del crimen contra Montes en un hospital público. Al pensar sobre la posible relación entre lo que hizo, el movimiento de protesta en las calles y su padre, Rigoberto responde: “¿Cómo no? (…) ¿Cómo no me iba a sentir identificado?”. Y habla, en una idea que le ronda como a ronda a tantos hondureños, de frustración, de indefensión, de impotencia. Y de esa sensación de miedo por protestar contra el gobierno que le agobiaba cuando salía a manifestarse contra la corrupción que se había llevado los fondos con los que se financiaba el lugar donde vio a su padre morir. Y apunta, además, una sensación de persecución personal. “Yo me sentía allí como que me estaban persiguiendo, como un criminal por todos lados había policías tomando fotos a la gente”, dice. Que le trataban “como criminal”. Que “generalmente este sistema, este gobierno, lo hace a uno peor de lo que es…”.

Honduras es uno de los países más violentos del mundo. Sigue siéndolo a pesar que desde 2014 las cifras oficiales han mostrado una bajada en la tasa de homicidios. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe sobre la situación del país afirma que esta violencia es el resultado de varios factores, entre los que destacan el incremento del crimen organizado y el tráfico de drogas, una deficiente respuesta judicial que conlleva a la impunidad, la corrupción, y altos niveles de pobreza y desigualdad. La impunidad, que el Fiscal General de la República llegó a cifrar durante una comparecencia en el Congreso como un problema que afecta a más del 90% de los delitos denunciados, es uno de los factores de desintegración de las instituciones que más afecta a la percepción de los ciudadanos sobre el curso que sigue el país.

 

EFE

La hondureña es una sociedad que no cree que su poder judicial aplique la ley por igual ni garantice a todos los habitantes el goce efectivo de sus derechos. Si en algunos casos, como el de Rigoberto, la institucionalidad tiene una voluntad clara de investigar y castigar, no sucede lo mismo con la mayoría de asuntos. Rigoberto creía y cree, como tantos que en Honduras no se busca la justicia y se ha impuesto la persecución de la disidencia. Cuando afirmó en su declaración a guardias de seguridad que se asesinaba testigos en las calles no se lo inventaba. Quizás no fuera Montes quien los mataba. No hay ninguna prueba de ello. Ni siquiera acusaciones. Pero aquel 2015, mientras Rigoberto estaba junto a su padre enfermo y se manifestaba, y estallaban casos y más casos de corrupción relacionados con el saqueo del Seguro Social, la prensa hablaba también de cómo morían baleados en extrañas circunstancias algunos de los testigos del caso contra Lena Gutiérrez. El contable de Astropharma, la empresa de Gutiérrez, testigo protegido de la acusación, sobrevivió de milagro a un atentado. Varios empleados del seguro social, del sindicato y algunas de las empresas vinculadas con el desfalco a la institución murieron asesinados en las calles. Hasta el hijo de uno de los principales acusados fue asesinado en un confuso tiroteo con la policía. Esa policía de quien también se hacía público mes a mes que trabajaba para narcotraficantes o dirigía escuadrones de la muerte para desarrollar campañas de limpieza social.

Rigoberto dice que se siente, se sentía, indefenso ante el Estado y sus estructuras de seguridad y que esa sensación “deshace al país”. Que es una manera de reconocer que se sentía deshecho él, ciudadano políticamente activo, deshecho también. Que se persigue a quienes quieren cambiar la situación y eso era y es un error. Que no hay instituciones sólidas y ese es el error nacional. Para él, como para las decenas de miles de ciudadanos que pidieron la intervención extranjera del sistema de justicia, el enmascaramiento de la situación real de Honduras sólo se destapa gracias a las instituciones internacionales. Cree que Honduras va de mal en peor y que nadie detiene el incremento del autoritarismo, cuya mayor plasmación es la oscura modificación de la ley inconstitucional, para permitir la reelección presidencial de Juan Orlando Hernández.  Un presidente de un partido que apoyó el golpe de Estado que derrocó en 2009 al Presidente Manuel Zelaya por tratar de convocar una consulta en la que entre otras cosas se preguntara sobre la posibilidad de reelección presidencial. Rigoberto había sido un activo miembro de la resistencia, de la oposición a aquel golpe de estado.

Y todo ese cúmulo de sensaciones, tiene consecuencias. Al menos Rigoberto lo siente así. Cree que a lo largo de la historia se repite una pauta. Que ante la indefensión que se vive, o percibe, en algunos momentos y lugares, sucede lo inevitable: “Hay tanta gente que luchado por cambiar que se ha desesperado y después ha terminado en tragedia”. Habla de los setenta, de los 80, quizás de momentos más cercanos. De Honduras y más allá. “Hubo una época muy violenta en este país, incluso hubo una muy violenta en Europa. Estaba ETA, estaban los movimientos terroristas y varias décadas en las que eso pasó en Latinoamérica, incluso hace poquito…”.

Mucho de lo que dice suena a justificación histórica y política de sus propios actos.
Pero no.
No sólo.

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Explica también que no conoce la historia de su tocayo Rigoberto López y el atentado que terminó con la vida del general Anastasio Somoza y de su verdugo, acribillado instantes después. Es, por tanto, difícil creer que sintiera algún tipo de inspiración por aquel acto. Cuando llega al caso del vendedor tunecino inmolado, y lo menciona, mucho más dubitativo, entra de nuevo, en la negación, en la racionalidad, en la corrección de quien la sociedad espera saber arrepentido. “Es algo muy triste, más bien es algo sintomático del espacio en que vivimos”. Habla de determinación personal para luchar por el cambio. Y dice, tartamudea. Que no. “No debería ser así como se cambien las cosas”.

Y entra en un discurso eminentemente político. Razonable, de Estado de Derecho.

“La vulnerabilidad de las instituciones es algo que se traduce directamente en la vulnerabilidad de la democracia”, dice.  

–Y ¿cómo se puede avanzar a partir del dolor de esta sociedad, del encierro que vos sentías?

–Ya vimos que tenemos las puertas cerradas, ya protestamos, ya estuvimos en la calle, ahora que tenemos las elecciones por delante, tenemos que evaluar las propuestas que tenemos enfrente para buscar el cambio en el país –defiende. Y habla de ser todos razonables. –Que las personas que están encargadas de representarnos se dediquen a hacer propuestas, de cambio… como le digo… no creo que que que, sanar el dolor es algo que pase por la venganza a pesar que a mí me están asociando con la venganza”. –Y propone: –“Es algo que pasa por la conciliación.

–¿Se puede aplicar eso a todos los sectores?

–En la medida que la gente se someta a la justicia. –No tiene dudas al respecto. Y regresa a su argumentación original, aquella que le llevó a actuar cual justiciero violento, irracional–. Cuando el Estado se convierte en algo criminal, eso es algo que difícilmente se pueda perdonar. –En ese mismo momento se percibe, se escucha e insiste de nuevo en que lo que hizo no estuvo bien–.  Pero no deberíamos enfocarnos en la venganza sino en el saneamiento de nuestro país.

–¿Cómo se detiene todo lo que está sucediendo?

–Desde aquí, le voy a decir que no voy a poder hacer mucho para detenerlo… –dice y ríe como ahogado, nervioso.

Cerca de que se termina la visita, Rigoberto dice en voz baja:

–Ustedes cuídense, que este gobierno se dedica más a perseguir a sus opositores que a los delincuentes. –Eso se lo han dicho, según cuenta, personas que han estado en la inteligencia de las fuerzas armadas del Estado y que por algún delito han caído allí.– Me han contado cómo infiltran gente en las manifestaciones, una vez hasta pusieron de porta bandera a uno en una manifestación de maestros. Levantan perfiles… Cuídense.

Durante el juicio, Julissa Aguilar, la viuda de Montes quien también ha trabajado en el sistema judicial, se refirió a Rigoberto con reclamo. “Él aún tiene vida y puede abrazar a su madre, pero mis hijos ya no pueden abrazar a su padre. Mi hija me preguntó días después del asesinato porqué su padre no se había defendido. El dolor que nos ha causado es algo que no se puede quitar y el móvil de esto fue el odio, el odio yo no sé por qué”.

La acusadora privada agregó que el hecho se debía calificar como asesinato porque “claramente Rigoberto se tomó la justicia por su propia mano y eso no puede hacerse”. 

La historia de Rigoberto es una tragedia. Para Eduardo Montes. Para su familia. Para el propio Rigoberto. Para la familia de Rigoberto. Para Honduras. Para Anarella Vélez, una mujer poeta, periodista, profesora universitaria, propietaria de uno de los centros culturales más importantes de Honduras, el Café Paradiso, cuna de poetas, literatos, artistas, activistas. Que sufre desde el día que su hijo estalló. Que sufre y entiende. Una mujer suave, dolida. Racional. Habla con dulzura y más cuando cuenta cosas de su pequeño Rigo. Que ahora él hace lo que le gusta. Está preso, pero descansa. Dedica su tiempo al dibujo y la cultura y eso le apasiona. Finge estar contenta, pero se sabe rota por dentro. Han sido unos años muy duros. Perdió a su compañero de la vida, Rigoberto Paredes, padre, uno de los grandes poetas hondureños, y meses después a su hijo Rigoberto Paredes. Pero el golpe no la ha derribado.

–2015 fue un año terrible –dice Anarella. Rigoberto agacha la cabeza.

Hay silencio.

“Entre tú y yo se fraguó una amistad de luz”, escribió Anarella pocos días después del encarcelamiento de su hijo. “Compartí contigo mis tesoros, mis libros, ávidamente los leíste y recuerdo tu alegría infinita, hoy extraviada en esta absurda realidad en la que te ha tocado vivir”.

En la que nos ha tocado sobrevivir.
Encerrados.
Enterrados.

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