Hay en la actualidad suficiente evidencia acumulada para afirmar categóricamente que lo carecemos con toda seguridad es de un ordenamiento legal consolidado, aspecto que los juristas suelen llamar «Estado de derecho» (rule of law): un entramado legal-institucional que es definido por naciones unidas como «un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos» (S/2004/616).
La contraparte cultural del Estado de derecho es lo que se ha denominado «cultura de legalidad», que se puede definir como «una cultura de las consecuencias, lo cual significa que los ciudadanos que cometen ilícitos deben responder por ellos» (Iván Velásquez). En ese sentido, ciudadanos embebidos de esta dimensión cultural se convierten en los primeros garantes del respeto a las leyes, por lo que, estrictamente hablando, no es necesaria en una primera instancia ni la necesidad del uso de la fuerza legítima encarnada en las fuerzas de seguridad, ni tampoco la mediación del sistema judicial para dilucidar controversias o posibles violaciones a la legislación. Como expresa un pasaje extraído de la biblia: «Y ahora que ha llegado el camino de la fe, ya no necesitamos que la ley sea nuestra tutora» (Gálatas 3, 25).
Si en Guatemala no prevalece ni la cultura de legalidad ni el Estado de Derecho, la pregunta obligada es qué es lo que existe en su lugar: la respuesta es primero, una cultura de transgresión, donde la ley solamente es indicativa de un posible camino, pero que es evadida o ignorada siempre que se puede; y desde el sistema legal-institucional prevalece un Estado Anómico, ya que son los funcionarios públicos los primeros que encarnan la cultura de la transgresión.
[frasepzp1]
Desde esa perspectiva, la ley pierde su función mediadora y reguladora y es más bien usada como un instrumento al servicio de quienes gobiernan, con lo cual se pierde el primer principio del Estado de Derecho: nadie es superior a la ley. En el caso del Estado Anómico, el caudillo o jefe de turno y sus aliados están por encima del ordenamiento jurídico, ya que usan al Estado, sus leyes e instituciones como instrumentos para aumentar y preservar sus privilegios. El resultado: se dice lo que en realidad no se quiere hacer –lo legal–, mientras que se hace en realidad lo que nunca se reconoce públicamente –lo que ahora llamamos «corrupción», con su secuela de impunidad. El sistema, así considerado, está fundado en una contradicción inherente: la aplicación de la ley depende del interés de quien la aplica, por lo que la norma legal pierde su efectividad real.
La consecuencia lógica de este tipo de sistema es la desconfianza: los ciudadanos ven al Estado más como una amenaza que como una necesidad, por lo que en general, los ciudadanos organizan su vida de espaldas al Estado. La parte positiva de esta separación Estado/sociedad es que las redes de solidaridad son muy activas, ya que todos saben que, en momentos críticos, no se debe confiar en la buena actuación de las instituciones públicas, por lo que contar con aliados oportunos es indispensable. La consigna ciudadana «hoy por ti, mañana por mí» logra minimizar dramáticamente la inoperancia del sistema, con lo cual la presión por mejorar o transformar la lógica institucional se diluye. El resultado: prevalece la separación Estado/sociedad, con lo cual no existe realmente una fuerza que transforme la matriz anómica prevaleciente.
Entender la paradoja de que justo las redes de solidaridad y de instituciones ciudadanas que trabajan por el bienestar social son las que le quitan responsabilidad a las instituciones estatales y a los políticos, es el primer paso para transformar esta realidad anómica: la transformación de este modelo de Estado Anómico y de su contraparte, la cultura de transgresión, requiere que nos demos cuenta de las múltiples fuentes que reproducen este estado generalizado de cumplimiento antojadizo y amañado de las leyes. En ese sentido, los ciudadanos también validamos, reproducimos y permitimos con nuestro silencio y complicidad, la cultura de la transgresión y su contraparte, la anomia del Estado.
Más de este autor