Con esta frase lapidaria, la destacada columnista predijo con total lucidez el posible destino de la sociedad guatemalteca en el contexto de la elección de los magistrados integrantes de la Corte de Constitucionalidad (CC) para el período 2021-2026. Y no era para menos. Como se demostró fehacientemente en el período 2016-2021, la CC fue una instancia clave en varios momentos entre el 2017 y el 2019, cuando se libró una feroz batalla por expulsar a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). De ese modo, luego de una larga serie de controversias políticas, dicha instancia judicial se ha constituido en una sumamente apetecible. Controlar la CC, por lo tanto, era un objetivo prioritario para diversos actores de la sociedad guatemalteca.
Al momento de escribir estas líneas, pese a que el proceso de elección supuestamente ya ha terminado, la controversia en torno a los eventos de esta aún está vigente. Para algunos, se evitó la captura de la corte por parte de los intereses del «comunismo internacional», mientras que, para otros, el denominado «pacto de corruptos» finalmente consiguió hacerse del control casi completo de la CC durante los próximos cinco años. Una mirada más sosegada diría que los actores que siempre han tenido el control político del país retomaron el control casi total de las instituciones políticas más relevantes, con lo cual demuestran sin ambages por qué han sido dominantes durante tanto tiempo continuo. La clase política actual ha sido la dominante al menos desde que recuperó el control luego de ese breve intersticio de diez años llamado primavera democrática del 44.
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Durante los memorables eventos del 2015, cuando Guatemala fue vista como un ejemplo notable en el continente, los ecos de lo ocurrido durante la revolución del 44 volvieron a sentirse con fuerza. Ese fue un año de emociones desbordadas, de sueños de cambio infinitos y de una movilización ciudadana sin precedentes, todo ello alentado en gran medida por la existencia de una institución internacional que había preparado el terreno. Por primera vez en muchos años finalmente existía la posibilidad de que los culpables de delitos de cuello blanco fueran perseguidos y apresados. La imagen de Otto Pérez Molina y de Roxana Baldetti, antes dos políticos intocables y todopoderosos, en tribunales era un signo de cambio muy relevante. Siete años después, sin embargo, las cosas parecen haber vuelto a su cauce perverso y normal: una clase política intocable que sigue viendo el Estado como una gran piñata.
Entender el contraste entre el 2015 y el 2021, por lo tanto, es fundamental para todos aquellos que soñamos con un país más inclusivo y justo. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Cómo se explica que todo proyecto de cambio en Guatemala termine siempre en fracaso?
La primera clave que hay que aprender es que, mientras no nivelemos el campo, la regresión siempre será una dolorosa posibilidad. Tanto en el 2015 como en el 2019 se libraron dos batallas sucesivas por el control del poder, y en ambas ocasiones los ciudadanos guatemaltecos y los actores de cambio se equivocaron: Jimmy Morales tuvo como legado perverso la expulsión de la Cicig, y Alejandro Giammattei consolidó el dominio conservador de la CC sin ningún indicio de remordimiento. Aprender, por lo tanto, que los procesos electorales son la gran amenaza debe ser la primera gran lección. La segunda gran clave es que las derrotas políticas provienen de la división de los actores proclives al cambio. En la elección crucial del 2019, la sociedad civil se dividió en al menos cinco o seis opciones, lo que provocó que pasaran a la segunda vuelta electoral sin que hubiera realmente alternativa de cambio.
La única esperanza de retomar el camino perdido, por ende, es encarar desde ya el próximo proceso electoral del 2023 para ir construyendo una alternativa política real, que pueda empezar a revertir los procesos regresivos que se han ido acumulando de 2017 a la fecha.
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