Estaba a punto de claudicar y avisar a quienes me esperaban que llegaría mucho después de lo convenido, cuando vi un taxi acercándose. «Salvada», pensé. Paró y vi que en el asiento del copiloto venía un niño pequeño, de cinco o seis años, cabello prolijo peinado a lo Gardel y anteojos azules. No estaba yo para rechazar el viaje por un acompañante de esa edad. El conductor me dijo lo que me cobraría, un precio bastante más alto del promedio, por cierto, pero tampoco estaba yo para andar negociando tarifa cuando estaba en riesgo mi puntualidad.
No habíamos recorrido ni veinte metros cuando el niño se dio vuelta y me preguntó «¿tú quién eres?», le respondí y dio inicio un diálogo hilarante y hermoso. No me dijo su nombre, aunque se lo pregunté, porque estaba demasiado entretenido contándome que su abuela lo había peinado, que estaba en el taxi porque su mamá tenía que trabajar, que tenía cuatro primos y un sinfín de otras cuestiones. Asumí que el conductor era su papá.
Él seguía explicándome su composición familiar y para darle un giro a la conversación le hice la pregunta del millón: «¿vas a la escuela?». Respondió que sí, pero que en ese momento no «porque las letras con pinchos estaban enojadas».
«¿Letras con pinchos?» pregunté, simulando que aquella afirmación era lo mas sensato del mundo. Lo sorprendente fue que, para responderme, estableció una tipología muy particular: «hay letras con pinchos, letras gordas, letras locas y letras normales». De hecho, mientras viajábamos, las «letras con pinchos» nos perseguían. Según mi interlocutor estaban muy cerca y lo estuvieron durante todo el trayecto. Era tan vívido su relato que le creí cuando señaló a una de las letras locas corriendo enfurecidas a unos pocos metros del taxi, «ahí vienen, mirá, ahí están».
A esta altura yo ya no estaba segura si aquel era un viaje a mi destino o una huida de la batalla de las letras.
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Prosiguió su explicación y entendí que las letras a veces se pelean, que dos por tres las espinudas hieren a las redondas, otras veces las locas ofenden a las normales, me confió que, la mayoría de veces, las que tienen pinchos ganan y silencian a las demás. Mueren las palabras. En ocasiones se aman y otras se detestan, se vuelven un nudo, se lastiman y sangran. Mientras tanto, las letras locas gritan, saltan, corren, a veces se unen, muchas veces, andan solas. De acuerdo con su relato, estos dos tipos son los que ocupan los roles fundamentales porque de las letras gordas y de las normales casi no me contó.
Al llegar, el conductor me ofreció una disculpa por la cháchara del niño de los anteojos azules. ¿Qué tendría que disculpar? Por el contrario, agradecí profundamente. No solo porque llegué a tiempo, sino porque corroboré una sospecha: las letras tienen su mundo aparte. Este niño lo sabe y seguramente es el guardián de la puerta que se abre al mundo de la imaginación.
Pd. Si usted es el conductor/papá del niño de los anteojos azules cuéntele que escribí sobre él y su talento y dígale que ojalá siga siendo siempre el guardián de las letras.
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