De cuatro que he tenido a lo largo de 30 años, dos han sido de segunda mano y muy pequeños. Ello motivó a un amigo mío a apodar como Microbio al penúltimo que tuve. Era para cuatro personas, muy fácil de parquear y poco codiciado por los ladrones de autos. Quien así lo apodó creía firmemente que el tamaño del auto le daba una especie de valor agregado a la persona.
Durante muchos años yo creí que él era una de las pocas personas que así pensaba. No fue sino hasta este 2017 cuando me percaté de lo contrario.
Recientemente adquirí el cuarto. El tercero no daba para más. Y fui casi obligado, por razones de edad, a comprar uno de tamaño regular y de primer uso (pagadero a seis años plazo). Así las cosas, me sorprendió muchísimo cuando una persona me dijo que «ahora sí tenía un carro digno». Me chocó su parecer. Recordé a la sazón el concepto que de dignidad nos reseña don Antonio Gallo Armosino en su libro Mis valores adultos. Concretamente en la página 7 dice: «Dignidad ha sido indicada como supremo valor por ser carácter de la persona humana y expresión de su esencia […] Este valor es exclusivo de un ser humano y no le pertenece a ningún otro viviente que no sea hombre: estrella o volcán, océano o desierto, animal o planta».
Por supuesto, hay cosas que merecen respeto. Y no ha faltado quién defina la cualidad de algo como dignidad. Empero, relacionar el lujo o la ostentación con la dignidad de la persona no está bien. La dignidad es un valor de la persona que implica seriedad, respeto (hacia ella y hacia los demás) y por supuesto honestidad.
Ese desconocimiento de la dignidad y de los otros valores adultos que resalta don Antonio Gallo (libertad, responsabilidad y servicio) quizá sea la causa de la debacle en la cual están el país y el Estado. Se confunden el placer, el tener y el poder (que hacen que el ser humano se sienta muy orondo) con la síntesis de todos los valores, siendo que a ojos vistas son terribles antivalores. De suyo, en Guatemala es común que para alcanzarlos se pase sobre todo y por sobre todos.
El papa Francisco, en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, dice textualmente: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada». Señala también: «Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida». Y en el numeral 55 hace una clara advertencia acerca de la idolatría del dinero: «Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32, 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano».
Yo me pregunto: ¿no son estas las causas de tanta infamia, de tanta indecencia, de tanta mentira y de tanto odio? A mi juicio, sí. El insano deseo de obtener para sí el becerro de oro asociado a la confusión de los valores con los antivalores (como dignidad con ostentación) se ha convertido entre nosotros en una mezcla mortal.
Así que es mil veces preferible andar subido en un Microbio que con una caterva de cobradores, amenazas y peligros detrás.
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