El marero que todos llevamos por dentro

No marcamos nuestro territorio. No participamos en ningún ritual de iniciación. No somos agresivos ni violentos. No excluimos a los que no son de nuestro grupo. ¿O sí?

Ser marero o marera es un estigma. Es pertenecer al grupo marginal de la sociedad que cobra su precio por ser como es, por buscar formas ilegales de sobrevivencia. Por participar en extorsiones, chantajes, robos, secuestros y demás flagelos que azotan, entre otros, el día a día de los guatemaltecos honrados y decentes.

Pero para ser marero o marera no hay que estar, precisamente, del otro lado de la ley. La forma de ser y actuar de estas personas se ha impregnado tanto en los ciudadanos comunes y corrientes, que muchas de las actitudes que asumimos forman parte de esta particular forma de actuar en el mundo. Veamos algunos ejemplos.

Una de las mayores fuentes de rechazo de los ciudadanos “decentes” frente al marero es el repudio que siente hacia su cuerpo tatuado. Estas marcas-sufrimiento son el recuento de sus hazañas, de sus creencias, de sus miedos, de sus peticiones. Pero también son la muestra que así como son capaces de infligirse dolor, pueden causárselo a otros. Cobran vidas, decapitan, torturan, roban y demás.

Sin embargo, muchos mareros se escudan en el gran monstruo neoliberal y, vestidos del más caro traje sastre de corte inglés, hacen lo mismo con el prójimo. Son los accionistas de los grandes emporios de las tarjetas de crédito, de los bancos, de todo tipo de empresas que sin el menor asomo de humanismo, fingen la quiebra de sus negocios y hacen estallar en pedazos la vida de miles de empleados. Pero de estos, que tienen tatuado el cerebro, nadie dice nada, nadie los critica: son los dueños del mundo y manejan lo que hay en él a su antojo.

Pero el ciudadano de a pie, ese que es nuestro vecino, nuestro compañero de trabajo, nuestro amigo de estudios, nuestro familiar más querido, incluso nosotros mismos, también tenemos nuestra cuota de “marerismo”. Si de cumplir las leyes se trata, procuramos evadirlas casi todas, especialmente las de orden económico. Si de repente nos dan un poco de poder o llegamos a él casualmente, pues lo aprovechamos al máximo y “se nos suben los humos”, siendo además, tiranuelos de nuestro pequeño mundo, cobrando nuestros propios y personales impuestos.

Si nos gritan, gritamos el doble y más fuerte. Finalmente, acá no pasa nada, no perdemos nada. Si se agrede a algún miembro de nuestra familia, de nuestro grupo social, de nuestra comunidad, ese es ya nuestro enemigo. Y si es mi enemigo no puede ser amigo de mis amigos. Debe exterminársele a través de la calumnia, de la marginación, de la imposibilidad de conseguir empleo. Se le decapita socialmente sin más.

¿Acaso no es así? Dejémonos de subterfugios y aceptémoslo: a veces, nos comportamos como el marero que todos llevamos por dentro.