Pero allí está: contra las predicciones sensatas de que no duraría mucho tiempo, pues se suponía que los ciudadanos y las ciudadanas no permitiríamos que hiciera lo que hizo. Pese a escándalos, debilidades y disparates, el mal gobierno llega a su término.
Dentro de sus más nefastos legados figuran haber sido uno de los articuladores del Pacto de Corruptos, impedir la continuidad de la Cicig y desmantelar, en buena medida, el ímpetu de la lucha contra la corrupción. Dicha lucha no iba a transformar espectacularmente las realidades de pobreza, exclusión y desigualdad, pero parecía encaminarnos a un Estado relativamente decente.
El Ministerio Público y el Organismo Judicial, pese a los fallos inherentes de un modelo más extenso y que se articula con la reproducción del capital, parecían estar funcionando relativamente bien. Políticos y empresarios poderosos estaban viviendo, ¡agravio imperdonable!, los procedimientos estándares de la ley si cometían un delito. Es decir, estaban siendo investigados y encarcelados.
Parece que la interrupción de este proceso está llevando de nuevo las cosas a donde estaban: a la tradicional corrupción e impunidad a la que estábamos más o menos acostumbrados hasta 2015. No voy a multiplicar ejemplos, pero allí están, como guindas al pastel, el mal hecho y sobrevalorado libramiento de Chimaltenango y el circo de los diputados con su comisión anti-Cicig.
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Presidente, diputados, alcaldes y jueces parecen estar aprovechando el tiempo perdido que tuvieron mientras estuvo la Cicig. El ejemplo permanente lo da el presidente, pero también se observan signos de ese retroceso en todo tipo de espacios, incluyendo tribunales y municipalidades. Sin la amenaza de la Cicig y de un MP independiente (no como el de la actual fiscal general), cada quien hace lo que se le da la gana, lo que, como rebote, también le llega a la ciudadanía.
En efecto, a la impunidad por arriba parece estarle correspondiendo la impunidad por abajo, la que reproduce cualquier ciudadano. Esto, porque, más allá de lo que dicen las leyes, las personas se comportan en función de lo que ven que se hace. Si la impunidad vuelve a estar de moda en las altas esferas, entonces todos la vuelven a lucir [1].
De ahí, por ejemplo, que se produzcan toda una serie de abusos de la vida cotidiana, como la falta de respeto por el prójimo, que se evidencia en el cada vez más caótico tráfico (que tiene que ver también con el aumento de este, pero no solo). Así, cada automovilista hijo de vecino se siente autorizado a irse contra el carril o a parquearse en medio de la calle. Ya se observó (e interiorizó) el ejemplo del presidente, de los diputados y de cualquier persona con un poco de poder político (o económico).
Así pues, la anomia que estamos viviendo a fines del mandato de Jimmy Morales tiene que ver también con una práctica política desmadrada e impune, como la que él y muchos otros dieron como ejemplo.
* * *
[1] Esto es más que una aseveración retórica. Creo que la explicación psicológica de la impunidad tiene que ver con el llamado aprendizaje vicario. El conductismo plantea que las conductas tienen mayor probabilidad de realizarse si consiguen un refuerzo (un premio, diríamos). Y el aprendizaje social avanza en esto y propone que el refuerzo no necesariamente tiene que ser propio. Si uno ve que los demás obtienen lo que quieren (o evitan castigos) con su conducta, uno aprende también. De ahí que aprendemos a violar las leyes si vemos que otros (por ejemplo, los políticos o los empresarios) también las violan.
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