Nunca antes, hablar de Ética en la Función Pública había sido tan urgente y tan actual como ahora, cuando las evidencias nos muestran que por todos lados, existe un lento socavamiento de las bases sobre las que se fundaron las instituciones de la sociedad (al menos, formalmente): los principios éticos y del bien común, especialmente ahora, cuando hay un aumento sostenido de actos públicos que riñen con los más elementales principios éticos:
Actualmente existe un proceso de globalización de la corrupción que va penetrando en los diversos rincones del planeta. Este proceso se asienta sobre todo ahí donde los valores se diluyen o pierden fuerza. (Oscar Diego)
Por ello, retomar el discurso y acompañarlo con esfuerzos concretos por transformar la institucionalidad del Estado desde los principios éticos, es una tarea tan urgente, como impostergable.
No hablamos, por supuesto, de utilizar el lenguaje ético para tapizar paredes, engalanar discursos, sino de una serie de leyes, mecanismos, procedimientos y discurso público que armonicen el discurso con la práctica, y no simplemente que nos llenen de informes con cifras infladas y resultados imaginarios que nadie cree.
De hecho, esa capacidad de las administraciones públicas para “fabricar mentiras” fue públicamente demostrada en México por la investigadora Sara Sefchovich, en su sugerente obra “País de Mentiras”, en el que la reseña del libro nos anuncia:
¡Qué país maravilloso es el México de los discursos y los informes, de las leyes, las cifras, las comisiones, los convenios internacionales y la publicidad! Pero… ¿y la realidad? Ese es un pequeño detalle sin importancia. La forma de gobernar en nuestro país consiste en mentir y este libro señala y denuncia las mentiras del poder.
Si en Guatemala se hiciera un esfuerzo similar, seguro encontraríamos en los informes públicos de SEGEPLAN y en los discursos de los funcionarios públicos, una realidad similar, de datos y supuestos logros que no concuerdan con la realidad. Y si desde la máxima autoridad de nuestros Estados se acostumbra mentir, ocultar, tergiversar y falsear datos, y lo que es peor, anunciarlos a cada rato en la propaganda oficial que cuesta millones de quetzales al año, gasto que llora sangre en un país con tantas necesidades insatisfechas, ¿Qué se puede esperar del resto de funcionarios públicos?
El problema ético en la Administración Pública guatemalteca empieza, por supuesto, desde la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP), ya que la ausencia de un adecuado financiamiento público a los Partidos Políticos y los débiles controles a la propaganda y el gasto en publicidad de los mismos, determina que hayan millonarias inversiones en el ámbito público que de algún modo deben pagarse; de hecho, las estimaciones de Acción Ciudadana nos hablan de que sólo en los períodos electorales del 2003, 2007 y 2011, los partidos políticos gastaron alrededor de 1,537 millones de quetzales, un aproximado de 192 millones de dólares, lo que nos habla de un despilfarro enorme de recursos que de algún modo se paga. Y la experiencia ha demostrado que la forma de pagar esta inmensa deuda es por medio de nombramientos a los financistas de campaña, dudosas comisiones, millonarios contratos de servicios y por supuesto, un sinfín de actos de corrupción.
En síntesis, hablar de ética en el ámbito público es empezar a cambiar los arraigados patrones establecidos en esta sociedad, de manera que dejemos atrás la doble moral: la arraigada costumbre de decir lo que no hacemos, y a hacer lo que no decimos; Países de Mentira, como diría Sara Sefchovich.
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