Al nutrir las instancias del organismo legislativo, responsable de la promulgación de normas que regulen el relacionamiento sociedad Estado, han de funcionar como espacios de interlocución.
Ambas funciones requieren de profesionales formados en la mejor tradición de la academia y la experiencia. Un político profesional, más que un repetidor incesante de consignas, es alguien capaz de ofrecer una propuesta de gestión de Estado, afianzada en una formulación ideológica y política concreta. Ha de ofrecer, por supuesto, una conducta basada en la ética política y, sin importar su orientación ideológica (progresista o conservadora), ser capaz de estar en o al lado del poder, sin corromperse.
En cuanto a la gestión de la justicia, un campo casi exclusivamente reservado a las y los profesionales del derecho, requiere de sus integrantes, al igual que en el sistema político, una conducta ética intachable y un incorruptible relacionamiento con el poder. Amén, por supuesto, de una formación y preparación académica del más alto nivel.
Una sociedad democráticamente desarrollada, puede sentir orgullo de sus funcionarios y de sus representaciones políticas. Aun cuando disienta de sus propuestas ideológicas y sus decisiones en la conducción de la res pública.
En la preparación de ambos tipos de profesional, la educación superior juega un rol determinante. La calidad con la que las y los profesionales universitarios se formen, será determinante para el tipo de acción política o el nivel de administración de justicia que se ofrezca a la sociedad.
De allí que, cuando resulta que hay universidades privadas que afirman contar con facultad de derecho pero no con estudiantes, cabe preguntarse ¿cuál es la inspiración académica para este propósito?, ¿son universidad y no aspiran a formar profesionales? O, preguntarse la razón de que para graduarse de abogado o abogada y notario o notaria, alguien solo necesita asistir dos horas, dos veces por semana durante cierto tiempo y, eso sí, pagar puntualmente las cuotas en una universidad privada.
Algo huele a podrido entre la academia y sus responsabilidades para con la administración de justicia. Recuérdese que las decanaturas de las facultades de derecho participan directamente en la designación de las principales figuras al frente del Ministerio Público al proponer a la nómina de la cual se define su jefatura y la integración del consejo de la entidad.
La academia, la política y la justicia se dan la mano pero no para ofrecer un recurso humano que nutra con calidad los entes que dirigen los destinos del país. Por desgracia, se engarzan en relaciones intrincadas en función de los intereses minoritarios de sectores elitistas cuya agenda no responde al bienestar general. Y, en aras de este mezquino propósito, no dudan en favorecer la existencia de mercenarios de la política que tampoco cuentan con la formación académica deseable en un personaje que aspira a conducir los destinos del país.
Así, hemos tenido abogados que no litigan pero que montan espectáculos y ejercen su profesión insultando al tribunal para justificar una supuesta estrategia de defensa. O políticos que arman un club social al que inflan con millonarias cuotas de financistas que adquieren derecho de piso y que no sienten estar obligados a mostrar una conducta decente. De tal suerte que ostentan títulos que no adquirieron a pulso, presumen de formaciones no sustentadas o, se embolsan dinero público como si fuera propio.
Así las cosas, tiempo es ya de que reclamemos a la academia la formación de profesionales de altura y exijamos que los sistemas de partidos políticos y de administración de justicia sean ciudadanas o ciudadanos preparados con los mejores estándares. De lo contrario, la mediocridad, la deshonestidad y la impunidad, seguirán siendo la marca de fábrica del quehacer público en Guatemala.
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