La primera fue en 1974. Efraín Ríos Montt había ganado legítimamente las elecciones presidenciales en Guatemala. Kjell Eugenio Laugerud García y adláteres se las robaron impunemente y el general Ríos, en lugar de asumir una postura digna, —que no belicosa—, argumentando evitar un derramamiento de sangre, aceptó el exilio dorado de la diplomacia. Fue enviado a España. Simplemente se largó y dejó plantados y comprometidos a sus seguidores.
La segunda fue en 1982. Después del golpe de Estado que derrocó a Fernando Romeo Lucas García se constituyó como presidente de la Junta Militar que asumió el mando. Y el general Ríos, en lugar de establecer un gobierno de transición y dar paso a la libertad y la democracia, —como sí lo hizo el general Oscar Mejía Víctores—, disolvió la Junta y se proclamó Presidente de Guatemala para gobernar de manera dictatorial.
La tercera fue en 1983. Previo a la primera visita del Papa Juan Pablo II a Guatemala, el Pontífice le había pedido clemencia para seis reos juzgados por los ilegítimos Tribunales de Fuero Especial. Y el general Ríos no solo ignoró la petición sino sumó 15 ajusticiados durante su gobierno, acusados todos de terrorismo y de atentar contra la seguridad interna de la nación.
La cuarta fue en el año 2003. La Corte Suprema de Justicia falló en contra de su candidatura presidencial. Y el general Ríos, en lugar de acatar la sentencia, maniobró de tal manera que una semana más tarde la Corte de Constitucionalidad anuló lo fallado por la CSJ y logró inscribirse como candidato presidencial. Su derrota fue apabullante. Ocupó el tercer lugar detrás de Oscar Berger y Álvaro Colom. Para su ego, habrá sido el peor de sus fracasos.
La quinta está sucediendo ahora (2012-2013). Acusado de genocidio y crímenes contra la humanidad, el general Ríos, en lugar de buscar una defensa erudita, escogió abogados que entramparon el juicio. Y a la fecha de hoy, tal parece, ha operado de la misma manera que el año 2003: La Corte de Constitucionalidad lo ha favorecido nuevamente.
Si yo hubiera estado en sus zapatos, habría contratado defensores de la estatura de Gabriel Orellana Rojas por ejemplo, así, aún de ser condenado, la posteridad podría haber reconocido las cátedras de jurisprudencia sentadas por mi abogado. Pero no, al general este tipo de satisfacciones parece no interesarle.
A sus 86 años, Efraín Ríos Montt está muy cerca de sus postrimerías. Las cosas últimas. Yo me pregunto: ¿Qué pasaría si él, aún negando el genocidio, aceptara los otros hechos que se cometieron durante su gobierno y desentrampara así no solo el intríngulis legal sino diera pie a que el país oteara mejor el horizonte? Ganaría la última y gran batalla: La de enfrentarse con humildad a sí mismo. De colofón, nos dejaría un legado de paz.
Hace pocos días, la prensa internacional notició la muerte de Jorge Rafael Videla, el dictador argentino de 87 años de edad condenado a prisión perpetua entre otras causas, por ser el responsable del Plan Cóndor. Falleció en una cárcel común y los adjetivos post mortem que se le han adjudicado no son precisamente flores. Sin embargo, lleva en su coleto el haber aceptado ser el responsable de dicho plan. No inculpó ni a su ministro de la Defensa, ni a su jefe de Estado Mayor ni a sus comandantes. Simple y llanamente dijo: “El responsable soy yo”. Y, sin pedir perdón ni abrir la boca demás, se fue en el silencio de la noche, seguro —según él— de que había obrado bien. Por supuesto, este hombre fue uno de los personajes más siniestros de la dictadura militar que gobernó en Argentina entre 1976 y 1983.
El general Ríos aún tiene la oportunidad de reescribir su historia. Los teólogos dicen que: “Sólo en la libertad se construye la propia historia”. Y él aún tiene ocasión de hacerlo. En su intimidad, en su silencio, en su propio albedrío. Porque hasta ahora, se está yendo como se fue Augusto Pinochet: Jurando que en el ejército que comandaron, sólo se ocuparon de ascensos, pensiones y condecoraciones.
Quizá interpelándose libremente encuentre respuestas porque, “el culmen de la libertad es el amor” y, dedicando un poquito de ese afecto al pueblo que tanto dice amar, gane, junto a la batalla del propio encuentro, otra no menos importante: La del enfrentamiento con sus postrimerías.
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