Pero ahora son ya cuatro días que amanece fresco (si a 25 grados centígrados se le puede llamar así) y en dos horas el termómetro se arranca hasta situarse cerca de los 40. Se mantiene allí hasta la tarde, cuando aún sube un poco más y permanece caliente hasta después de media noche.
Amanece y vuelvo a casa. Nunca me había dado cuenta de esto, quizá por la razón de haber vivido casi toda mi vida en una ciudad que parece un guacal, pero en las planicies -supongo que es igual en todos lados y que en el desierto solo es evidente- el sol no sale por el mismo sitio todos los días.
Sale y comienza a abrasar todo lo que está sobre esta tierra. Promete ser uno de esos veranos que no dan respiro. Esos veranos en los que se vive noche y durante el día apenas queda la opción de respirar por la boca, sentado, sudando la gota gorda y decir cada 20 minutos algo así como “¡puta, qué calor!”.
Un verano como el que pasé en Valencia a mediados de los 90. Recuerdo que estaba desempleado y necesitaba generar ingresos porque mi magro subsidio de desempleo estaba por terminar.
Hoy, que con más años he aprendido que la gente usa palabras clave (como “señora otoñal, caballero solvente, experiencia no necesaria, salario competitivo, etc.) en los anuncios clasificados, habría entendido desde el inicio de qué se trataba esto. El anuncio decía algo así como “se necesitan vendedores/instaladores en el área de Valencia, remuneración de acuerdo con resultados”. Allí tendría que haber tachado el anuncio, pero eran tiempos de más inocencia, de más necesidad. Era una época que yo era más aventurero y decidí ir a probar suerte con eso de vendedor/instalador.
Justo era una época en que España estaba desregulando todo lo que se pudiera desregular. Una de las cosas que desregularon fue la inspección de los sistemas de gas en las casas, seguramente con el argumento de que la empresa estatal no hacía un buen trabajo, era onerosa, ineficiente y que lo mejor sería dejarlo en manos de la iniciativa privada.
Acto seguido, un empresario decidió que si mandaba gente vestida como los de la compañía del gas a tocar la puerta de las casas de la gente menos educada y les decían: “venimos del gas” era probable que les dejasen entrar. Si a esto sumamos que las mangueras de gas había que cambiarlas cada cinco años por norma pero que casi nadie lo hacía, teníamos fácil acceso a miles de kilómetros de mangueras que necesitaban reemplazo y que nos generarían una comisión que aumentaba de manera geométrica conforme iba aumentando el volumen de ventas.
Y allí íbamos peinando edificios de apartamentos en el sur de Valencia. Metiéndonos a las casas de los jubilados, de las madres solteras, de los desempleados. De todos esos pobres que estaban de día en casa, sudando la gota gorda. Los primeros días medía mi trabajo por la cantidad de visitas hechas; luego me di cuenta que, aunque las mangueras estaban vencidas, gastarse una décima parte de su pensión en un metro de manguera era mucho dinero para un jubilado. La gente muy amable agradecía la revisión, me ofrecía un vaso de agua y me mandaba para la calle. Estaba muy cerca de terminar mi periodo de prueba y que la meta de colocar X cantidad de metros de manquera estaba aún muy lejos.
Un colega me sugirió su método: cambiar, sí o sí, las mangueras. Aún si no hacía falta, aún si estaban aún dentro de los cinco años. No había que preguntar. Cuando la gente comenzó a exigir que reinstalara la manguera porque 50 dólares por un cacho de manguera era mucho dinero, el colega sugirió que cortara la manguera vieja en pedacitos. Cuando me di cuenta de que aun cambiando las mangueras no iba a llegar a la meta, el colega sugirió que el verdadero negocio estaba en los reguladores. Que había que cambiarle los reguladores del gas a la mayor cantidad de casas que se pudiera. Así, me enseñó a estropear el regulador del gas con un destornillador y un ágil movimiento de muñeca.
Al final de la quincena, quedó demostrada mi incompetencia para lograr las metas. Luego de la tercera o cuarta visita del día me quebraba en dos cuando tocaba el timbre y salía la vieja -siempre había una vieja y siempre sobre la mesa tenía un puñado de acelgas que yo intuía sería su única comida del día- y me suplicaba que no le dijera a nadie que su manguera tenía dos meses de haber expirado. Que no tenía dinero, que no podía pagar y que era o la manguera o las medicinas. Fue entonces cuando aprendí que las viejas que viven con una pensión de mierda siempre están a punto de llorar.
Era rodar la primera lágrima y me quebraba y le decía que en la ferretería la manguera costaba tres dólares, que era la misma y que lo más seguro es que nadie volvería a inspeccionarle su manguera y que si lo hacían tuviera mucho cuidado de que no le estropearan el regulador.
Recuerdo la charla con el jefe. Me dijo que no iba a poder seguir, que habían invertido en mi entrenamiento pero que yo era un “pardillo”, que no tenía lo que hay que tener para triunfar en el mundo. “Hay que ser más fuerte, más listo, chaval”. Lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo que el colega que reventaba los reguladores ganó como 900 dólares esa semana.
Luego de decirme que nunca iba a hacer nada en la vida con esa actitud de mierda, el jefe abrió una mariconera y me dio un puñado de billetes de baja denominación. Supongo que no era primera vez que le pagaba dos semanas de salario mínimo a un “pardillo que no tiene lo que hay que tener, un pin-pin”.
Yo tenía miedo de que me fueran a descontar el uso de la herramienta, el transporte a los pueblos en los que esquilmábamos a la gente, el entrenamiento, el alquiler de la camisa con un logo muy similar al de la empresa de gas estatal. Yo tenía miedo de que me fueran a estafar.
Pero no. Era una época en la que había más decencia.
Salí a la calle y caminé hasta la parada de autobús. Estaba sudando y tenía hambre. Tenía dos semanas de comer en restaurantes de mala muerte en pueblos abandonados. Tenía dinero en la bolsa y tenía hambre. Y tenía sed. Tenía ganas de no pensar en la gente del gas ni en sus víctimas.
Cruce la calle, entré a la primera fonda que encontré y me senté en la barra.
-¿Que va a ser? -preguntó el camarero entre dientes, sosteniendo el cigarro en los labios y desparramando la ceniza sobre la barra que acababa de limpiar con un trapo percudido.
-Una cerveza y un pincho de tortilla. ¿Está buena la paella?
-No. Pero es abundante y damos vino con la comida.
Lo dicho. Era una época en la que había más decencia.
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