El recién terminado fin de semana nos llegó la trágica e indignante noticia del cobarde, vil y artero asesinato del guía espiritual y científico maya Domingo Choc, cuya muerte fue un acto de barbarie pública difícil de asimilar en pleno siglo XXI: fue quemado vivo a la vista de todo el público. Las imágenes y los videos que circularon en redes sociales fueron dramáticamente impactantes y dejaron tras de sí un rastro de odio, intolerancia, fanatismo religioso y barbarie que desnuda cabalmente a la sociedad guatemalteca, así como sus desafíos, sus miedos y sus profundas contradicciones.
Aunque los hechos aún están bajo investigación, los primeros indicios parecen apuntar a líderes religiosos comunitarios tras el hecho, ya que, según la descripción del lugar donde se cometió el asesinato, hay más iglesias que escuelas (Ollantay Itzamná), lo cual nos señala uno de los males que van en aumento en el mundo actual: el fundamentalismo y el mesianismo religioso.
Antes de hablar del fundamentalismo religioso, quero aclarar que soy una persona profundamente religiosa. Mi vocación profesional nació al calor de la fe católica. Desde muy joven mi intención fue siempre buscar las claves del subdesarrollo y el terco estancamiento sociopolítico de Guatemala, ya que siempre he creído que, como sociedad, tenemos todos los recursos materiales y humanos para llegar a ser un país grande entre los grandes. Pero la polarización, el fanatismo religioso y la intolerancia son los males que sistemáticamente nos condenan al subdesarrollo y a la barbarie, tal como se evidenció el fin de semana pasado en el municipio de San Luis, del departamento del Petén.
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Lo realmente detestable en este y en muchos casos es el cruce de la fe y la política, especialmente cuando existe un discurso religioso que justifica cualquier acción, incluidos el robo, la violación, el asesinato, la exclusión. Desde mi sensibilidad religiosa, me es difícil entender cómo en nombre de los valores más sagrados se pueden justificar actos de este tipo, cómo puede ocurrir un acto de crueldad pública como el cometido en contra de Domingo Choc a plena luz pública sin que nadie intervenga. Imagino el rostro de los niños que presenciaron el hecho, la forma en que se les debe de haber justificado tal acto de horror y las consecuencias psicológicas y morales que deberán cargar de aquí en adelante.
Lamentablemente, este tipo de comportamiento no se limita a comunidades pobres y aisladas como la de Chimay, donde ocurrió la barbarie. También describe los actos de grupos ricos, poderosos y educados como los que se describen en la serie de Netflix La Familia: un grupo religioso que supo gobernar tras bambalinas gracias a su habilidad para influir en toda una generación de políticos no solo de Estados Unidos, sino del mundo entero. Pero, contrario a lo ocurrido en el Petén, en el caso de este grupo político de alto nivel, los crímenes de la Familia han permanecido impunes por más de 50 años.
Entender cómo personas racionales, profundamente religiosas y con valores terminan cometiendo actos tan terribles como los acontecidos en San Luis, Petén, es una de las grandes interrogantes que quedan pendientes de responder más allá del castigo legal que a tales individuos se les pueda imputar. Parece que hoy más que nunca la dominación política y la hegemonía se visten de valores sagrados y religiosos, lo cual nos alerta sobre el peligro que hay cuando multitudes ciegas, fanáticas y desviadas deciden actuar. La historia está repleta de estos episodios horrendos. Ojalá algún día podamos desterrar, de una vez y para siempre, las secuelas que dejan el fanatismo y el fundamentalismo religioso.
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