Desafortunadamente, en apoyo de esa recuperación del despotismo ilustrado, la clase política ha abdicado de sus responsabilidades en Grecia y en Italia: tras gestionar mal el Estado y la economía nacional, esa clase política electa –por tanto, la representación democrática– ha abandonado el poder frente a tecnócratas no elegidos.
¡Qué ganga para los partidarios franceses, húngaros, belgas, holandeses y finlandeses del despotismo ilustrado! Puesto que incluso los italianos y los griegos reconocen la incapacidad de las instituciones democráticas para resolver una crisis banal de deuda pública, ¿no es el principio mismo de la democracia representativa lo que habría que cuestionar?
Esta impugnación “populista” de la democracia liberal, un término que provoca desconfianza porque deriva más del insulto que del análisis, no es exclusiva de la extrema derecha nacionalista o étnica. Recordemos que el rechazo de la democracia y el capitalismo está tan arraigado tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda y que la democracia liberal solo se impuso en Europa después de 1989, tras un largo combate con la Unión Soviética en el exterior y con los partidos comunistas en el interior. ¿Acaso se han volatilizado estos últimos?
La hostilidad de la izquierda hacia el democapitalismo se ha transformado en otras utopías que reciclan antífonas marxistas en un decorado moderno: los militantes han pasado de la crisis final del capitalismo a la crisis final de los recursos naturales. En el ecologismo profundo se descubren las mismas aspiraciones teológicas que en el marxismo, el mismo deseo de utopía y el mismo deseo de autoridad que ya no liberarían a la humanidad de las garras de los burgueses, sino que salvarían a la Santa Naturaleza de la opresión industrial.
Las técnicas de movilización de los ecologistas profundos y sus manifestaciones violentas los sitúan en el campo del populismo antidemocrático. Lo mismo ocurre con los movimientos altermundistas hostiles al democapitalismo y a veces violentos (como en el caso del francés José Bové, que destruía campos de maíz transgénico o “desmontaba” los establecimientos de McDonald’s), que sin duda consideran que el futuro de los árboles debería primar sobre la felicidad de los hombres.
¿Deberíamos clasificar en la misma categoría de adversarios de la democracia liberal a los indignados españoles? Frente a la imagen que a menudo se tiene, los indignados no participan en un movimiento estudiantil, al estilo del de Mayo del 68, sino que reúnen una población de edad similar y marginalizada, una mezcla de lumpen intelligentsia y parados de larga duración.
Con su propia existencia, los indignados muestran cierta incapacidad de las sociedades postindustriales a la hora de integrar a quienes no comparten los códigos sociales y culturales que exigen las economías complejas. También se observa que el objetivo directo de los indignados españoles es la propia democracia: las instituciones democráticas y los partidos políticos españoles les parecen incapaces de responder a sus exigencias, unas exigencias que no siempre están claras. El “sistema” –expresión de los indignados– debería ser reemplazado por una utopía alternativa, de la que las interminables discusiones en la Puerta del Sol constituyen un bosquejo posdemocrático.
La democracia liberal en Europa sufre el asedio de un populismo de izquierda que se suma a los populismos de derecha. Esos ataques que convergen contra el democapitalismo revelan cómo sufren la democracia y la economía de mercado ante la ausencia de una sólida legitimación intelectual: podría decirse que los pueblos toleran la democracia liberal en razón de su eficacia, pero no en razón de su virtud intrínseca.
El hecho de que la democracia liberal haya sustituido la guerra civil y las guerras religiosas que fueron la norma del pasado, el hecho de que la Unión Europea haya puesto fin a mil años de conflictos territoriales, el hecho de que el democapitalismo haya aportado a Europa una prosperidad material y una esperanza de vida (que sigue creciendo) sin precedentes e incluso inconcebibles hace cincuenta años (basta con recordar la pobreza de España, del sur de Italia o de Irlanda en torno a 1950), todo es desechado cuando la tasa de crecimiento, convertida en la medida de todas las cosas, se debilita y pasa del 3% al 0% al año.
¿A quién o a qué atribuir una legitimidad tan débil de la democracia liberal, que hace que una simple crisis coyuntural produzca un cuestionamiento fundamental? Sin duda, la desesperación que suscita el estancamiento económico hace que los más jóvenes pierdan todo sentido común, especialmente cuando estaban acostumbrados a crecer en sociedades en paz y siempre prósperas.
Sin duda, la gestión de los Estados por parte de una clase política uniformemente mediocre siembra dudas no sobre esa clase política sino sobre el “sistema” que les ha conferido una autoridad superior a su capacidad. Pero ¿no es la virtud de la democracia confiar el poder a los mediocres con la única condición de que ese ejercicio del poder esté limitado en el tiempo?
Sin duda, y en último lugar, la defensa y la ilustración intelectual de la democracia liberal dejan mucho que desear: nos faltan los Karl Popper, los Friedrich Hayek, los Raymond Aron, los Milton Friedman, los Octavio Paz que afirmen la superioridad espiritual y operacional de la democracia.
Esa generación, que había vivido el despotismo y el totalitarismo, demostraba un conocimiento interiorizado y una fogosidad polémica al servicio de la democracia liberal que no era, ni es, solamente instrumental, sino también espiritual y humanista.
Del mismo modo, la creación de la Unión Europea tras la Segunda Guerra Mundial fue un acto espiritual y humanista. En lugar de esa defensa escuchamos los gritos de los populistas, que encuentran eco en unos medios contemporáneos más ávidos de sensaciones fuertes que de razonamientos sutiles, más perseguidores de apocalipsis que de progresismo.
Además de los populistas étnicos y revolucionarios inquieta el espacio mediático y político que han conquistado los “idiotas útiles” en tiempos de “crisis”. Recordamos que la expresión remite a Lenin, que calificaba así a los aliados “objetivos” del bolchevismo, empresarios capitalistas dispuestos a vender la cuerda con la que serían ahorcados e intelectuales seducidos por las maravillas soviéticas.
Esos idiotas útiles han vuelto y como siempre andan en busca de paraísos exóticos: hoy, China. El mito del emperador filósofo viene de China, a través de las narraciones jesuitas que Voltaire y Leibniz transformaron en la teoría del despotismo ilustrado. La China real nunca ha tenido nada que ver con esta China soñada y los dirigentes chinos, como en el pasado, explotan a su pueblo más que lo ilustran. Pero poco importa lo real: aquello a lo que incesantemente se enfrentan la democracia liberal y el democapitalismo pocas veces tiene que ver con la realidad.
La democracia liberal y el democapitalismo son reales y por tanto no hacen soñar. Los populismos son míticos y por eso provocan pasiones: la tentación autoritaria resulta más amenazante cuanto más irreal es. La democracia liberal es tanto más frágil y digna de ser defendida en la medida en que es verdadera. Sería oportuno que esa verdad de la democracia liberal quedase inscrita lo antes posible en una Constitución federal europea.
Traducción de Daniel Gascón
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