–¿Te gusta? –le pregunté casi de inmediato. –Si quieres te la regalo –agregué.
–No –afirmó mirándome con complicidad
– Si me la pongo, van a creer que estoy vieja –me dijo, y se fue corriendo para seguir jugando con sus primos.
Esta escena reciente me recordó a mi abuela materna, mamá Caro. Ella fue una maestra rural, que empezó el ejercicio de su profesión luego de culminar la primaria y lo hizo hasta jubilarse. Me enseñó algunos poemas breves que aún no he olvidado y su sonrisa de alegría viene a mí como una cascada fresca llena de esos detalles mínimos que hacen posible nuestra existencia.
Todas mis vacaciones hasta antes del terremoto del 76 del siglo pasado, fueron siempre en compañía de mamá Caro. Dormía en su habitación y compartíamos mucho de cada día. Por ella, me sentí plena y totalmente amada, aceptada y valorada más allá de lo que cabe. Ya sea en su casa de Quezaltepeque, Chiquimula o en el lugar donde mi abuelo, papá Beto, su esposo, estuviera trabajando como juez de paz o cuando nos visitaba en la capital: estar con mamá Caro representaba para mí un hondo aprendizaje cotidiano y una inmensa alegría.
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Me consentía a través de la ropa que me cosía con sus manos, pues era una excelente costurera. Me colmaba de regalos y de los detalles que sabía me gustaban. Por ello, mis papás decían que cuando regresaba de mis vacaciones mi comportamiento era el de una niña malcriada, reacia a vivir en la democracia de una familia con tres hijos. ¿Qué cosas hacía ella para complacerme? Como no sabía peinar mi cabello largo, me llevaba para que alguna especialista en el pueblo me arreglara cada día. Como yo no comía tortillas, iba ella o mandaba a alguien a que fuera a Chiquimula, desde Quezaltepeque, a comprar pan francés para que yo comiera a diario. Mimada, mis deseos en lo posible, se cumplían. En cierta ocasión me enfermé por comer en exceso previo a la llegada de mis padres. En una habitación a media luz la noche me sorprendió en una especie de rara duermevela entre las plegarias del rosario para contribuir a mi pronta curación, que mamá Caro rezaba con tía Cata, la tía de ella que vivía con la familia porque nunca se casó y que la sobrevivió muchos años más.
Cuando rememoro su vida en mi vida, la imagen de mamá Caro se agiganta. Me lleno entonces de una ternura suave y sincera, de una nostalgia plagada de lugares queridos, de personas entrañables y un nudo pesado se me forma en la garganta. Quisiera sentir de nuevo sus abrazos, sus consejos, sus enseñanzas, ese amor incondicional que me profesó, y que hoy sé, forma parte de esa niñez ingenua y protegida que experimenté bajo sus cuidados.
Los pequeños dedos de las manos de Michelle en mi chalina me traen de regreso a este tercer año de pandemia. Estoy en el medio de cinco generaciones de mujeres que conforman mi familia materna. Mamá Caro era apenas una niña de ocho años cuando se dio la pandemia de la gripe española. Michelle, de seis, está atravesando esta de COVID-19. En el medio, yo, viendo hacia el pasado y hacia el futuro.
Los dedos de mi nieta y sus inocentes palabras además de causarme gran regocijo e hilaridad me llevaron de nuevo a esa infancia pasada, a ese tiempo perdido. Al eterno retorno. De pronto, el espejo en el que me veo no es solo el inexorable sitio de la futura vejez sino el de la esperanza compartida. Me corresponde, ahora, generar tanto en mi nieta como en su hermano, Santiago, esos recuerdos de la abuela que soy, de la que aspiro a ser: alguien que los ama incondicionalmente, que goza con sus ocurrencias, con sus travesuras y sus gestos de niños inocentes en un mundo cada vez más inhóspito.
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