Cada vez es más común escuchar en el ámbito público y en las conversaciones cotidianas la referencia a Dios: esa divinidad que tiene la característica de ser el supremo creador, que tiene diferente connotación e imagen, dependiendo de la religión que se trate. Nacido en una familia católica, desde pequeño asistí a centros educativos de carácter religioso, por lo que tuve una etapa de fervor religioso muy fuerte: en mi juventud, inicié estudios sacerdotales con una orden religiosa, por lo que he estado familiarizado con la noción de Dios desde pequeño.
En el camino he descubierto muchas cosas, pero la principal es que no todo el que habla de Dios o hace referencia a su palabra, contenida en alguno de los versículos de la biblia, es de fiar. Recuerdo, por ejemplo, que una vez cuando en busca de comprar un bien, una persona supuestamente muy religiosa estafó a quien entonces era mi pareja. El estafador no solo hizo gala de un exquisito conocimiento de la biblia, sino que fue prolijo en consejos y bendiciones, al punto que al final de la fallida transacción, le dio consejos a la madre de mi hijo para que tuviera cuidado con los estafadores, debido a que veía en ella a una persona muy crédula. «Hay gente muy mala en el mundo que se hace pasar por buena», sentenció el infeliz ladrón. Una vez constatada la estafa, fue precisamente el cinismo del malandrín lo que más nos impresionó: sus consejos al final de la transacción no eran sino la burla más cruel e irónica que alguien pudo haber pronunciado.
A lo largo de mi vida, he tenido en varias ocasiones esa misma experiencia. Recuerdo a una monja encargada de una casa de retiros en uno de mis momentos espirituales de juventud. La susodicha mujer tenía a Dios en cada palabra que expresaba, pero no recuerdo de ella ni un solo gesto de bondad, ya que era sumamente severa, poco empática y extremadamente estricta, al punto que infundía un miedo terrible a todo aquel con quien se relacionaba. Para ella, nadie era suficientemente bueno o buena, por lo que casi todo lo que salía de su boca eran regaños o críticas.
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Recuerdo, igualmente, el acoso que sufrimos durante mucho tiempo de parte de un hermano de mi mamá, quién por mala suerte nuestra, fue «convertido» del catolicismo a otra religión cristiana. Durante años, nos intentó «evangelizar», ya que, para él, el catolicismo era la «gran ramera de Babilonia», por lo que en varias ocasiones nos sometió a largas charlas para intentar «salvarnos». Tuve misma experiencia de «salvación» con la madre de mi primer hijo, quien por un tiempo perteneció a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días: el hecho de que yo fuera católico y ella mormona le causó a ella muchos problemas en el seno de su iglesia, ya que para los mormones, ese «defecto» me impediría formar con ella la familia eterna a la que supuestamente estábamos destinados, por lo que durante años intentó convencerme de mi «error».
Hoy en día sigo siendo creyente, pero no acostumbro más expresar mi fe en público. Creo firmemente que, como dice el versículo que he citado al principio, en el mundo actual se han multiplicado los mercenarios de la fe, tanto los falsos profetas que hablan en nombre de Dios, como los falsos creyentes que solo andan buscando a alguien que les diga lo que les agrada oír, construyendo así dioses de papel que están a la medida de los mezquinos intereses políticos y económicos. Por ello, ahora no me fijo en lo que dicen las personas, sino en lo que hacen, ya que muy frecuentemente la mención de Dios simplemente esconde perversas intenciones. Bien dice el dicho: dime lo que presumes, te diré lo que careces. Por el contrario, he encontrado que muchos agnósticos o ateos son personas mucho más fiables que aquellos que supuestamente son creyentes, por lo que, con mayor razón, mi atención está dirigida no a las palabras de mis interlocutores, sino a la trayectoria o los actos de la persona.
Quisiera terminar esta breve reflexión con una de las bienaventuranzas del político, del cardenal François-Xavier Nguyen Van Thuan: «Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés».
El que tenga oídos, que oiga.
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