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El encierro de las menores madres

María Lorenza, 12, hermana de Rosa, en el patio de su casa, en la aldea Santo Domingo Santa Rita, municipio de San Miguel Chicaj.
La mano de Ottoniel, toma el brazo de su mamá, Rosa.
Rosa  durante  su  cumpleaños  número 15 celebrado  en la casa hogar para menores de Cobán.
Ottoniel junto con su mamá y su tío, Florencio, ocho años mayor.
María Francisca, 42 años, mamá de Rosa, junto con su hija Juana.
Rosa, 16 años, con su bebé: pudo cursar hasta 6º primaria en el albergue de la SVET de Cobán.
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El encierro de las menores madres

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En Guatemala, decenas de niñas y adolescentes embarazadas están ingresadas en albergues que brindan protección social. El constante peligro de volver a ser agredidas o la pertenencia a una familia desestructurada o sin recursos, son dos de los principales motivos para internarlas. A pesar de que los expertos consideran que esa debe ser la última opción y que el tiempo máximo de estancia en un hogar no tendría que superar un mes, la demora en las investigaciones y en los procesos penales suele alargar su estadía durante años.

A los 13 años, cuando quedó embarazada, Rosa no sabía lo que era tener una relación sexual. Tampoco entendía que lo que le hacía su hermanastro cada vez que se quedaban solos era ilegal. Sólo tenía claro que le molestaban, le incomodaban y le dolían los abusos que el resto de su familia veía como normales.

Rosa vivía con sus padres, sus tres hermanos pequeños y el hijo de su padre, Pablo, en una sencilla casa de adobe, cubierta con madera y teja, en la aldea Santa Rita, del municipio San Miguel Chicaj, en el centro del departamento de Baja Verapaz. Cursaba quinto año de primaria y nunca faltaba a clases en la escuela de la localidad, a cuatro kilómetros de su vivienda, a la que llegaba cada día caminando con sus hermanos, entre árboles y piedras.

Una mañana de febrero de 2014, la casa, situada en lo alto de un cerro, quedó vacía, como tantos otros días. Los padres de Rosa habían salido a trabajar y sus hermanos jugaban lejos. El hermanastro de la niña, de 20 años, aprovechó el momento para violarla. No era la primera vez que lo intentaba. Rosa perdió la cuenta de las ocasiones en las que Pablo la arrinconó en el cuarto y le subió la falda. Las otras veces logró quitárselo de encima y escapar, con los gritos del joven resonando en su cabeza, que amenazaban con hacerle más daño si ella contaba algo. Pero esa última vez, la fuerza de Pablo fue mayor.

Como consecuencia de la agresión, Rosa quedó embarazada. Nueve meses después, en Cobán, nació de parto natural Ovidio Ottoniel. Ahora, después de dos años y medio de aquel día en el que evita pensar, Rosa se sienta en una banca afuera de la misma casa, con las mismas paredes de adobe y el mismo techo de madera y teja. Sobre las piernas de la joven, que hoy tiene 16 años, su hijo, de un año y nueve meses, juega con el pelo de su madre. El niño comienza a soltar atropelladamente sus primeras palabras, mezcla de español y achí. Llama a su abuela “nan” y a su abuelo “tat” (mamá y papá, en achí), lo que escucha de sus tíos, apenas seis, ocho y diez años mayores que él.

En unos años, Ovidio Ottoniel no recordará sus primeros 14 meses de vida, que pasó en un albergue del Estado, mientras las autoridades investigaban el paradero del hombre que violó a su madre —su padre, su tío—, hoy prófugo de la justicia. 

La institucionalización como primera opción

Los médicos del centro de salud de San Miguel Chicaj detectaron el embarazo de Rosa con cuatro meses y medio de gestación. Sus padres la llevaron a consulta, preocupados porque la falta de vitaminas fuera la causa de que no le viniera su período. Cuando la prueba salió positiva, se inició el protocolo que deben seguir  las instituciones de Salud. La Procuraduría General de la Nación (PGN) revisó la situación, y Rosa fue internada en el hogar materno “Dulce Espera”, gestionado por mujeres en Salamá, donde se quedó hasta el 26 de agosto de 2014, fecha de la primera audiencia.

Sus padres se negaron a denunciar. Según declararon en el juzgado de la niñez, lo que le sucedió a Rosa era algo “normal”, que siempre había ocurrido en la familia. Aún, así, María Francisca y Juan no entendían por qué era Rosa y no Pablo el que tenía que ser encerrado.

Después de esa primera audiencia, la niña fue trasladada a un hogar en Mixco, a 173 kilómetros de su casa. El salario de sus padres, que apenas llega a los Q50 diarios, les hacía imposible llegar a visitarla. Por mediación del Observatorio en Salud Sexual y Reproductiva (Osar), el juez de la niñez que revisó su caso, la envió al hogar de la Secretaría contra la Violencia Sexual, Explotación y Trata de Personas (Svet) de Cobán, donde permaneció ingresada 14 meses, de octubre de 2014 a enero de este año.

La Convención sobre los Derechos del Niño señala que los Estados deben velar porque los menores no sean separados de sus padres contra la voluntad de estos, “excepto cuando, a reserva de revisión judicial, las autoridades competentes determinen (…) que tal separación es necesaria para el interés superior del niño”.

“La internación de los niños en instituciones de protección debe ser el último recurso”, añade el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en el informe La situación de niños, niñas y adolescentes en las instituciones de protección y cuidado de América Latina y el Caribe. El documento explica que la separación de las niñas y adolescentes de su familia “debe ser justificada, tener carácter temporal y ser orientada a la recomposición de los vínculos familiares y la reintegración al medio familiar”.

Sin embargo, varios expertos consultados coinciden en señalar que la colocación de menores en instituciones no está siendo contemplada como última opción por los juzgadores. La lógica del sistema es comenzar por el encierro de la víctima, mientras se buscan pruebas contra el agresor.

Leonel Dubón, director del Refugio de la Niñez, lamenta que “para los jueces, lo primero es institucionalizar. Esa siempre ha sido la primera opción. Y es una práctica que cuesta romper”. “Los casos que lo ameritan deben ser regulados, bien revisados, y bien medidos”. 

Copia del periódico del 25 febrero del 2014 colgada en una pared del Hogar Materno Dulce Espera, en Salamá

Gloria Castro, defensora de la niñez de la Oficina del Procurador de los Derechos Humanos (PDH), comparte la apreciación de Dubón: “La institucionalización no está siendo la última medida”, dice, mientras recuerda otros muchos casos que pasaron por sus manos, similares al de Rosa.

Sobre la Sexta Avenida, a un costado del Palacio Nacional, Amalia Magdalena Mazariegos Vásquez, coordinadora de la Unidad de la Niñez y Adolescencia y Adolescentes en conflicto con la ley penal del Organismo Judicial (OJ), explica desde su despacho el motivo de la institucionalización: “Cuando la denuncia por una agresión sexual de una menor llega a un juzgado de la niñez, el juez tiene que ordenar en una primera audiencia con quién se queda la niña o adolescente. Pero en muchos casos, no existe un recurso familiar, ya sea porque no se presenta ninguno, o porque el que se presenta no es el idóneo, sobretodo cuando el agresor pertenece a la familia. ¿Y qué pasa con estas menores entonces? No se pueden quedar en el juzgado ni en comisaría hasta que se solucione esto. La institucionalización termina siendo la solución”.

En casos como el de Rosa, en los que el agresor tiene un vínculo familiar con la víctima, y en los que la violación es incluso aceptada en el hogar, el juez debe analizar si la madre y el padre son un buen recurso para acoger a la menor, indica Mazariegos. En muchas ocasiones, continúa, la PGN no consigue encontrar un recurso idóneo. “Una pensaría que la niña debe volver con su mamá, pero qué si el agresor es el papá, y sigue viviendo con ella, o está prófugo. Y resulta que no hay ningún otro familiar que viva lejos de donde ocurrió la agresión. La niña no tiene a dónde ir”. 

Además, continúa, “existe un pensamiento en las madres de ‘si yo fui violada y mi mamá también, ¿por qué no iba a ser violada mi hija?’. Este tipo de actitudes patriarcales mal atribuidas a la costumbre, hace que la familia no sea considerada una opción de protección para el juez”. Lo mismo ocurre en casos en los que la familia culpabiliza a la menor por haber denunciado a su agresor, que suele ser el proveedor de la familia.

Carolina Escobar Sarti, directora de la organización La Alianza, dedicada al rescate de niñas víctimas, recuerda que según datos de Osar, el 89% de las agresiones y violaciones sexuales contra menores se da por parte de hombres del entorno cercano, y el 30%, por los padres biológicos de las jóvenes. “Hay madres que en las audiencias dicen: ‘Yo no tengo hija, porque me quitó a mi hombre’”, explica Escobar, en concordancia con la exposición de Mazariegos. “El sistema patriarcal ha calado en ellas, que descargan sus opresiones sobre sus hijas e hijos, las únicas personas sobre las que pueden usar el poco poder que les dejan tener”.

El eterno proceso, el eterno encierro

Colgada de la pared de adobe hay dos fotografías en blanco y negro de Rosa con el pelo suelto, vestida con una falda oscura y un huipil en colores claros, con un bordado típico de la región achí, soplando las velas de un pastel en el albergue de Cobán. “Es de la celebración de mis 15”, dice la niña, y  corre al interior de la casa a buscar más fotos del hogar. En ellas se ve a Rosa con 14 años, recién ingresada al centro. A la adolescente, en la cama del hospital. A Ovidio Ottoniel recién nacido. Los recuerdos de un año y siete meses en total, alejada de su familia.

El proceso penal de Rosa está detenido en la fase de debate, ya que se desconoce el paradero de su agresor, explica Odilia Pablo, secretaria técnica del Osar de Baja Verapaz, entidad que acompaña el caso. Rosa pudo salir del hogar luego de que su familia se comprometiera a darle un entorno seguro. A su madre le pidieron que no la dejara sola. A su padre, que evitara a toda costa que su hijo Pablo se le acercara.

Rosa repasa las fechas y cuenta los meses que estuvo fuera de casa con los dedos de sus manos. Su madre sonríe y respira con la tranquilad de tener a su hija en casa. María Francisca sabe que en cualquier momento, por un desliz, se la pueden volver a quitar. Quizá por ello habla y habla, por momentos en español, cuando se pone más nerviosa e inquieta, en achí. La mujer eclipsa la conversación y evita que Rosa se pronuncie sobre algunos hechos. El temor de una madre que no quiere separarse de su niña, se observa en los ojos de María Francisca. Una vez, y ya no más, parecen decir.

La Ley de Protección Integral de la Niñez establece cuál es el proceso a seguir para brindar protección a las y los menores de edad que se encuentren amenazados o violados en sus derechos humanos. La norma hace un repaso de las fases del proceso judicial, que comienza en los juzgados de la niñez. El Juez de la Niñez y la Adolescencia deberá dictar inmediatamente las medidas cautelares que correspondan  y señalará día y hora para la audiencia, que deberá celebrarse dentro de los diez días siguientes. Esta audiencia, continúa la ley, puede prorrogarse por 30 días más.

“En el mejor de los casos, esos son los tiempos en los que se deberían trabajar los primeros auxilios psicológicos o atención inmediata en emergencia al trauma que tienen las niñas”, indica Leonel Dubón. “Lamentablemente el sistema no cumple con esos tiempos”.

Según los funcionarios y expertos consultados, el proceso penal puede llegar a demorarse por hasta dos o tres años desde la presentación de la denuncia. A no ser que el Juez de la Niñez ordene lo contrario, las niñas o adolescentes que reciben protección social permanecen en los hogares todo este tiempo.

“El sistema tiene una mora judicial en procesos de protección muy alta”, comenta Dubón. Norma Ramírez, fiscal de sección de la Fiscalía de la Niñez, lo confirma, y agrega que este retraso se debe a la sobrecarga de trabajo de los juzgados. “El problema es que tienen muy cargada la agenda, no respetan los plazos y se van atrasando los procesos”.

Esto se da a pesar de que la cantidad de los juzgados de niñez que atienden los casos se han incrementado en los últimos años. En el departamento de Guatemala, explica la fiscal, por ejemplo, sólo hay 15 jueces dedicados a conocer casos de delitos sexuales.

Según los datos facilitados por la Unidad de Información Pública del MP, en lo que va de este año se presentaron 3,522 denuncias por abusos sexuales contra menores de edad. En 2015, la cifra de denuncias de menores llegó a 5,541. De estas, 4,082 eran menores de 14 años. En los registros hay niñas agredidas y violadas que apenas tienen un año o dos. Pero hay un subregistro, según la organización International Justice Mission (IJM): por cada víctima que denuncia, siete no lo hacen.

El Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) tiene contabilizados 5,884 partos de niñas y adolescentes del 1 de enero al 11 de junio de este año. En los 12 meses de 2015, 25,979 menores dieron a luz. De ellas, 2,429 tenían de 10 a 14 años  (lo cual es considerado a ojos de la ley como una violación). Las cifras del Osar, según información del Registro Nacional de las Personas (Renap), llegan a 17,789 partos en menores de edad en los primeros seis meses de 2016.

Los casos del MP son compartidos con la PGN, que actúa como representante y defensor de las menores en situaciones en las que ellas no tengan un representante legal en la familia, o en caso de que el agresor se encuentre en el mismo núcleo familiar. Harold Flores, procurador de la Niñez de la PGN explica que actualmente la institución lleva 115 procesos penales de menores por violación sexual, 143 por agresión sexual y 356 por maltrato de menores. En total, la procuraduría de niñez y adolescencia está constituida como querellante adhesivo y representante legal en 714 casos en el área penal. A junio de este año, la dependencia atendió 589 casos de menores de 14 años en estado de gestación.

La institución revisa cada proceso y está obligada a realizar una investigación para presentar dictámenes físicos, psicológicos y sociales tanto de la menor como de su familia ante un juez que es quien decide si la niña o adolescente debe ser enviada a un hogar de protección o se le da la custodia a algún familiar. “Tenemos casos de niñas embarazadas que tienen hasta tres años en un hogar”, indica el procurador, que asegura que “lo último que se busca es la institucionalización”. Aun así, Flores añade que “en ocasiones ellas no tienen a dónde ir y se prefiere que estén dentro del hogar”.

Pamela   Revolorio,   coordinadora   de   un   albergue   para menores del proyecto Refugio de la Niñez.

Sin embargo, la apreciación de otras instituciones es que muchas veces el proceso penal se demora por la tardanza de la propia PGN en avanzar en sus investigaciones para lograr sacar a las niñas de los albergues y situarlas con familias de acogida.

Castro, la defensora de la niñez en la PDH, explica que “la PGN necesita tiempo para realizar las investigaciones”. “Lastimosamente, en muchos casos, esos informes se tardan y cuando llega la fecha de la primera audiencia, esta debe retrasarse hasta que se cuenta con los resultados de las pesquisas. Eso alarga la institucionalización”.

La Red Latinoamericana de Acogimiento Familiar (Relaf) concluye en un estudio publicado en agosto de 2011 que en Guatemala “es muy difícil la búsqueda de familiares, la tarea de recomposición de los vínculos y el otorgamiento de ayudas que permitan el retorno a la familia nuclear, ampliada o a la comunidad de origen”. “En los casos en los que hay una intervención judicial de por medio, lo que enlentece el proceso de restitución comunitaria es la falta de recursos de la PGN para proveer la información que permita a los jueces disponer de las audiencias y tomar medidas de fondo”, concluye la Relaf.

Hogares llenos, familias vacías

La constante institucionalización de las menores y la demora en los procesos penales tiene una consecuencia clara: la sobrepoblación en los hogares. El Centro Nacional de Adopciones (CNA) maneja el dato de 4,161 niñas, niños y adolescentes en 132 hogares de protección privados. Cuatro de estos están especializados únicamente en atención de menores embarazadas y con hijos, aunque el CNA no precisó el número exacto de niñas y adolescentes internadas.  

En cuanto a hogares públicos que reciben a menores, la Svet, que cuenta con tres albergues en el país (el de Cobán, Alta Verapaz; otro en Coatepeque, Quetzaltenango; y un tercero en la capital), tiene en acogida a 12 niñas y adolescentes embarazadas y a nueve con hijos. Se consultaron estas cifras en la Secretaría de Bienestar Social (SBS), que cuenta con un hogar especializado en víctimas de agresiones sexuales en Quetzaltenango y otro en San José Pinula, en el que en ocasiones ingresan a menores embarazadas, pero a la fecha de publicación de este reportaje no facilitó la información. Plaza Pública no logró concretar el número exacto de niñas y adolescentes ingresadas en hogares públicos y privados, por la falta de datos de las instituciones.

La PDH, que cada cierto tiempo realiza monitoreos de los albergues, identificó varios problemas en los hogares de la SBS. Según la defensora de la niñez, tanto el ubicado en San José Pinula como el de Quetzaltenango tiene problemas de sobrepoblación: “En febrero de este año tenían una cantidad de niñas mucho mayor a la de su capacidad”. Castro recuerda que tanto los hogares privados como los públicos reciben a menores con orden de juez, pero mientras que los hogares privados pueden negarse a aceptarlas por falta de espacio, los públicos deben acoger a todas las niñas y adolescentes que les remiten.

Se trató de entrevistar a la subsecretaria de protección, abrigo y rehabilitación familiar de la SBS y a la encargada de albergues de la Svet para conocer la situación de los hogares a cargo de ambas instituciones públicas. En el primer caso se solicitó la entrevista y se envió una serie de preguntas a petición de la oficina de comunicación social de la SBS, sin embargo, la entrevista no fue concedida ni fueron enviadas las respuestas. Por su parte, Karla Santizo, encargada de albergues de la Svet, indicó que solicitaría a la titular de la institución el permiso necesario para realizar una entrevista, pero tampoco concretó una cita. Asimismo, se solicitó realizar visitas en los albergues de la SBS y de la Svet para conocer la situación de los mismos, pero en ambas instituciones se vedó el acceso y se indicó que el mismo únicamente puede ser autorizado por orden de un juez.

Unicef explica en su informe que el Estado debe desarrollar políticas de prevención de la institucionalización y buscar planes orientados a apartar a los menores de los hogares y albergues. A pesar de que algunas instituciones como la SBS han comenzado a dar pasos en la creación de programas para no institucionalizar a niños, según Dubón “no hay suficiente conciencia dentro del sistema de justicia de que hay otros recursos cuando las niñas no pueden estar en su ambiente”.

Algunas entidades comienzan a dar pasos para lograr apartar a las niñas de las instituciones. El programa de Familias Sustitutas de la SBS busca que estas sean acogidas temporalmente (un máximo de seis meses) por familias voluntarias. Castro, de la PDH, define el plan como “importante”, pero asegura que el mismo se enfrenta a varias trabas que dificultan su implementación. “No cuenta con todo el personal y el presupuesto para hacer la supervisión constante a las familias y desarrollar campañas para que más personas se adhieran”, explica. La defensora de la niñez recuerda además que “por los atrasos del sistema y la debilidad de recursos económicos y humanos, el período de estancia de los menores se puede elevar a uno o dos años”.

Las consecuencias del encierro

Retraso en el desarrollo cognitivo, pérdida de pertinencia cultural y depresión. Son algunas de las consecuencias del tiempo que las menores pasan ingresadas en los hogares de protección. Unicef señala que la permanencia en las instituciones causa perjuicios, afecta a su desempeño cognitivo, emocional y a su condición física y puede producir daños permanentes en las niñas. Por cada tres meses que un menor de corta edad reside en una institución, pierde un mes de desarrollo, precisa la instancia de Naciones Unidas.

Otro factor que apuntan los expertos es el alejamiento a la cultura de las niñas. “Cuando regresan a sus casas, las mismas comunidades las rechazan, porque ya no visten como ellos, ya no hablan como ellos”, explica Dubón. “A nivel cultural es un atentado. Si se separa una niña de su entorno, empieza un proceso de caer en la campana del olvido. Hay un desarraigo cultural provocado por el mismo sistema. Y eso es perverso”.

Martín Guerra es abogado de la Fiscalía de la Niñez. Se incorporó hace unos meses a la dependencia del MP, luego de su paso por uno de los albergues que acoge a menores agredidas. Guerra resalta que aunque los hogares estén cuidados y ofrezcan un espacio seguro y agradable para las niñas, el encierro siempre tendrá consecuencias psicológicas. “Apartarlas de su casa, donde se supone que deberían estar protegidas y llevarlas a un hogar sabiendo que no fueron ellas las culpables de la situación, sino que el que debió haber salido de ahí es el abusador, crea en ellas una depresión”, indica. Esta revictimización de las víctimas es una de las lacras contra las que las instituciones intentan terminar. “Yo vi casos de niñas que no querían a su bebé y se golpeaban en el estómago diciendo que por culpa del bebé estaban en el albergue”, recuerda el abogado, bajando la vista.

Leonel Dubón, director ejecutivo del proyecto Refugio de la Niñez.

El CNA, institución encargada de supervisar que los hogares cumplan con estándares de calidad mínimos para el cuidado de las niñas, recuerda que cualquier forma de institucionalización provoca consecuencias en el desarrollo de las mismas. “Todos sus referentes de seguridad han sido rotos al ser separadas de su familia, por las razones que sea”, indica Rudy Zepeda, portavoz de la entidad. “A esto se suma el trauma que se genera cuando ingresan por condiciones de maltrato. Por ello se requiere que en los hogares de protección existan psicólogos, médicos, trabajadores sociales y educadores, que atiendan las necesidades de las niñas”.

Sin reparación, sin educación, sin estrategia

Al regresar del albergue, donde terminó el sexto año de Primaria, Rosa alistó su material escolar para comenzar su formación en la secundaria. Pero los gritos y lágrimas de Ovidio Ottoniel desde la entrada de la casa le obligaron a regresar para tomarlo en brazos y calmar su llanto. Según María Francisca, la madre de Rosa, ella no pudo continuar sus estudios porque “el niño no la deja, no quiere a nadie más”. Rosa sonríe sin enseñar los dientes, con una mezcla de resignación y apatía, y agita un pachón con jugo, que apoya sobre los labios de su hijo. Por las mañanas, despide a sus tres hermanos —que caminarán los cuatro kilómetros que ella recorrió tantas veces antes— mientras se prepara para tortear, lavar la ropa, o limpiar el piso.  

La reparación de las niñas durante y después de su paso por el albergue es otra de las tareas pendientes por parte del Estado. Rudy Zepeda, del CNA, explica que los hogares “deben ser capaces de ofrecer un desarrollo integral a las niñas, cuidando sobretodo su atención psicológica”, pues han sido víctimas de alguna violación a sus derechos y además fueron separadas de su entorno familiar. “En general, los niños están bien, si nos limitamos a ver que están alimentados, saludables, viviendo en una entidad con infraestructura razonable…”, indica Zepeda. Sin embargo, de los 72 hogares supervisados por el CNA este año, al menos 12 no cumplieron con proteger de forma integral a los niños y niñas. Zepeda recuerda que “lo que realmente necesitan es suplir su necesidad familiar, superar su trauma y vincularse con personas significativas en su vida. Lograr un desarrollo integral. Y estas necesidades difícilmente pueden ser suplidas en una institución”.

Cuando niñas como Rosa consiguen salir de los hogares para regresar con sus familias, la restitución de los derechos queda en el olvido, o se basa únicamente en una indemnización económica. Para Castro, de la PDH, debe darse una reparación integral que permita a la menor continuar con su proceso social, educativo y psicológico, desde el momento en el que se da la agresión a sus derechos. “En esa reparación entra PGN, el Ministerio de Educación, el Ministerio de Desarrollo, la PDH, la SVET… todas las instituciones”, remarca la defensora de salud.

Según Flores, el procurador de la niñez, se han comenzado a integrar mesas de trabajo entre estas entidades para realizar hojas de ruta con el fin de dar una mejor calidad a las niñas y adolescentes. Sin embargo, los organismos públicos, no dan muchas luces acerca de los avances.

Plaza Pública solicitó una reunión con los encargados del Mineduc, Mides y SVET, para conocer qué tipo de protección y garantías se les da a las menores. A la fecha no se logró coordinar ninguna entrevista con ninguno de ellos.

La dirección de comunicación del Mides se limitó a enviar un correo electrónico con información de Juan Manuel Salazar, director de asistencia social de la entidad, en la que señala que el ministerio brinda respuesta a los casos de niñas y adolescentes embarazadas o madres menores de 14 años a través de la intervención del Bono Seguro por Violencia Sexual. Sin embargo no se especifica ni el monto ni la cantidad de transferencias monetarias entregadas.

Desde las instalaciones de La Alianza, Carolina Escobar explica el modelo que utiliza su organización, que busca una restitución de la víctima, desde los derechos humanos: “Queremos que las niñas se reconozcan como víctimas, pero que no lo sean para siempre”. Escobar expone la importancia de crear un plan de vida, desde que la menor entra a la institución. “Tampoco se trata de que a los tres meses se saquen a las niñas, por cumplir, y no se sabe ni quién es la menor, ni a qué entorno regresa”, resalta. La Alianza, dice, se centra en dar una educación a las jóvenes y lograr reintegrar a las mayores con programas de empleo. Pero además, con trabajo de “picar, picar y picar piedra”, resume Escobar, se enfocan en la prevención e investigación. La vía: capacitar a las familias de las menores para erradicar “la presión del sistema patriarcal” y facilitar la reintegración de las jóvenes; y a organizaciones de la sociedad civil, instituciones y vecinos, con el fin de lograr una mejor atención de las víctimas.

Al final, las instituciones y los expertos coinciden en la carencia principal en todo el proceso: la falta de una educación integral en sexualidad. “Muchas de nuestras niñas se quedan embarazadas, pero no saben qué es una relación sexual, ni lo que implica. Y el mismo sistema las lleva a eso”, expresa Dubón. “Es estúpido que a estas alturas, un país con acceso a tecnología de primer mundo tenga una educación de quinto mundo que no acepta inculcar la educación integral en sexualidad”.

“Son violentadas, no tienen información ni recursos, y cuando son embarazadas, son estigmatizadas por el propio sistema”, concluye Dubón. “Muchas deciden quedarse con sus bebés pero no hay políticas para acompañarlas a ser mejores niñas madres. Se salta una etapa del desarrollo. Se asustarían científicos como Freud o Skinner, de ver cómo las niñas, con tanta facilidad pasan a ser adultas. Y el Estado no responde por ellas”. La protección y reparación que la Ley promete a las menores agredidas y violentadas, se convierte luego de un eterno proceso de revictimización en papel mojado.

 

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