Tiene razón quien lo dijo. No debemos esconder lo que sucedió: murieron quemadas vivas. ¿Qué hay después de un horror así?
1.
El 8 de marzo de 2017 fue el Paro Internacional de Mujeres. Después de lo sucedido en octubre del año pasado, cuando miles de mujeres alrededor del mundo convocaron a rechazar la violencia que se vive cotidianamente, el paro era un paso más para afianzar nuestra voz. Ese día también nos saludamos, bailamos, reímos, nos pensamos colectivamente. En algún momento de la tarde alguien comentó lo que había sucedido en el hogar seguro. Horas después me arrepentí de no haber puesto más atención o de haber preguntado qué pasaba y sentí vergüenza de haber bailado y reído. Sentí vergüenza de mí y de mi alegría.
2.
No pude dormir la noche del 9. Me levanté sin ganas, con la lágrima barata. ¿Qué tienen que ver conmigo esas niñas, esas mujeres jóvenes? ¿Qué estaba sintiendo? Esa tarde nos encontramos frente a Casa Presidencial. Caminé tres cuadras y me pregunté si era allí: no se escuchaba nada. Silencio. Al cruzar la esquina me sorprendí de ver tantas personas. Silencio. Nos vimos llorar al escuchar esas palabras que nos recordara un poeta: «Total: / no pasa nada: / de veinticuatro millones quinientos mil seiscientos / ochenta y cuatro / se han derramado apenas / tres litritos: / total: no pasa nada. / No pasa nada, / no, / no pasa nada. / Me estoy diciendo que no pasa nada».
3.
El sábado se convocó a salir de la Corte Suprema de Justicia hacia el Parque Central. No fuimos los que debimos ser. Esta vez no sabíamos qué hacer, qué decirnos, cómo vernos.
4.
En la cena, un hombre de más de 60 años dijo que tuvo la misma sensación que cuando se enteraba de algún estudiante que aparecía torturado durante los años de la guerra. Esa guerra no la viví. Sé que no se vale comparar. Sé que ha habido sistemáticamente razones para indignarnos: la masacre de Alaska, los presos políticos, la eterna crisis alimentaria, las decenas de mujeres brutalmente asesinadas. Sé que no es correcto comparar, pero el horror de esa imagen de más de 50 niñas gritando, quemándose, es la imagen que reiteradamente me despierta en las noches. ¿Por qué?
5.
Hablamos todo el camino de lo que había sucedido. Acepté que no tenía la fuerza para acompañar a las familias. ¿Indiferencia? ¿Falta de compromiso? La respuesta: vergüenza, otra vez. Y rabia porque nos obligaban a vivir así, a enfrentarnos al horror una y otra y otra vez. Cólera porque se te impone a pura violencia pensar que nada puede cambiar en este país, que la esperanza se debe circunscribir estrictamente a la fe (para quienes somos creyentes), y no al se humano, no a la política. A vivir con callo, para no ver, para no sentir, para permitirse vivir sin culpa.
¿Qué hay después de un horror así? Pues queda eso que he escuchado en una película, las palabras que estaba buscando por más de un mes: lo que resta es el «dolor de la lucidez». Abrir bien los ojos y enfrentarnos al horror, no hacerse para atrás. En ese horror que hemos vivido debemos preguntarnos de dónde viene lo que sentimos, cómo se llama, por qué lo sentimos. Tal vez el dolor de la lucidez permita claridad para avanzar sin falsas ilusiones. Tal vez ese dolor de la lucidez nos permita dar razón de una esperanza que no se aleje en futuros difusos, sino que nos haga trabajar concretamente en un presente muy oscuro.
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