La gravedad del caso: 43 estudiantes detenidos (sin razón) por la autoridad municipal y bajo las órdenes del presidente municipal, retenidos sin ser presentados ante juez y luego desaparecidos no era una simple crisis de gobernabilidad. Tanto así que, a pesar de su nacionalismo exacerbado, el mismo PRI hizo la solicitud al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de que apoyara las investigaciones y proveyera una versión basada en evidencia científica. El PRI se disparó en el pie. No hubo tal incineración masiva y artesanal (piras hechas con neumáticos y plástico). La versión oficial sigue teniendo agujeros. No hay consuelo para los padres de los 43, y al menos la victoria simbólica es la evidencia de la falsedad de la versión oficial. El argumento del crimen de Estado (a pesar de que no existe una investigación que así lo pruebe, dado que el GIEI no pudo terminar de trabajar en México por el acoso del mismo Gobierno) se teje con mayor fuerza en razón de los múltiples abusos registrados por la ciudadanía mexicana en los últimos 11 años de la estrategia antinarcótica: policías municipales, policías federales y militares son siempre, por alguna extraña razón, los señalados. No son el primer grupo de jóvenes mexicanos que transitan por rutas relacionadas con el trasiego y que nunca arriban a su destino. Hay un patrón. La última línea de investigación más creíble apunta a que lo buses que los muchachos abordaron llevaban droga, lo cual notaron ellos, y a que ese fue el error fatal. Estaban en el lugar equivocado montados en el camión equivocado. Había que silenciarlos. Abundan las preguntas. ¿Supo Enrique Peña de este caso en el momento en que fueron detenidos los jóvenes? ¿Se involucró el comandante de la zona militar? ¿O fueron solamente policías municipales coludidos con el narco? Por ahora solamente están bajo arresto un presidente municipal, su esposa, el jefe de la Policía municipal y un grupo de aparentes narcos que nadie sabe a ciencia cierta si son chivos expiatorios o no. Y, sí, faltan 43. Como también faltan en promedio 150 000 desaparecidos durante el sexenio de Felipe Calderón. Gran parte de ellos, jóvenes. Les queda a las actuales generaciones determinar cuántos de esos casos responden a una política de Estado y cuántos son solo producto de la omisión directa del Estado.
La horrenda tragedia del hogar seguro, acontecida la semana pasada en Guatemala, retrata esta misma realidad sobre la cual escribo, pero con el agravante de que hablamos de niñas. Hay aspectos de forma que sorprenden. El presidente no se apersona al lugar de la tragedia al menos para fingir la coordinación institucional. La salida al quite obligada, de manual, de cajón, de ofrecer una comisión de investigación especial brilla por su ausencia. El presidente no cancela agenda, no admite preguntas al otorgar la primera conferencia de prensa y lo único que hace es subir los ojos. Con el tiempo, las medidas naturales se toman para cesar y detener a los funcionarios de la Secretaría de Bienestar Social (SBS). Se debe seguir la cadena: los jueces que enviaron a esas niñas a un hogar que no cumplía las condiciones necesarias, los encargados del hogar que no las liberaron del fuego y la institución, la Procuraduría de la Niñez, que debía velar por el bienestar de ellas. En medio flotan otras denuncias gravísimas que apuntan a redes de prostitución. Otras nueve chicas que fueron trasladadas a otras instalaciones institucionales están embarazadas.
Si este fue un caso típico de omisión y dejadez del Estado o un crimen de Estado es algo que solo un proceso de investigación puede revelar. Pero aquí es donde todo se hace un mar de contradicciones. O al menos así lo veo yo. Los sectores progresistas de la sociedad civil repiten la consigna de la renuncia presidencial cuando, si esto huele a crimen de Estado, lo lógico habría sido buscar desde el inicio canales de acceso para solicitarle a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) la resolución del caso. El mismo escenario del 2009 (con el escándalo Rosenberg): ante la imputación de un crimen de Estado, la tutela internacional asegura la gobernabilidad en el país. Lo interesante es que el Ejecutivo, aunque comandado por un outsider sin mucho horizonte, parece que se adelanta y no pide involucrar a la Cicig en atención a que no es parte de su mandato (cuando, en efecto, si esto fue una ejecución extrajudicial, siempre responde a estructuras paralelas). El Ejecutivo apuesta por solicitar la colaboración del Buró Federal de Investigaciones estadounidense (FBI, por sus siglas en inglés), de modo que la cuestión de la soberanía, la atingencia y la presencia de extranjeros haciendo tareas locales no parecen molestarle ahora. Dejando de lado que por lo regular el FBI solo colabora en investigaciones fuera de Estados Unidos cuando fallecen estadounidenses, es al final de cuentas una colaboración que no hace a un lado la tarea de los peritos e investigadores locales. Igual se habría podido pedir la presencia de peritos extranjeros enviados por la CIDH, como se hizo en México.
Por lo pronto, lo fundamental es evitar la propagación de datos falsos, de versiones anónimas, de información no corroborada, y esperar (el caso ya está en reserva) los primeros resultados. Lo interesante será ver si en esta ocasión el sistema de justicia tiene la capacidad para resolver un caso de alto impacto en el que la Cicig no es variable interviniente (al menos en el papel), en el cual están de por medio no solo la gobernabilidad, sino también la misma razón del contrato político.
En la lectura política, me llama poderosamente la atención que el Ejecutivo desconozca directamente a los actores que apoyan las reformas (Ministerio Público —MP— y Cicig). Hacer a un lado a la Cicig y apelar al FBI (haciéndole el feo al MP) son actos más que simbólicos. También me llama la atención que, si el presidente renunciara en razón de un mea culpa institucional (aunque no se probara la tesis del crimen de Estado), ese mea culpa podría pasar llevándose a otras figuras dependientes del Ejecutivo que hasta el momento se han mostrado eficientes y comprometidas en la lucha contra la impunidad. El Ejecutivo tiene la potestad de quitar y poner. En el escenario (de nuevo, aunque no se pruebe la tesis del crimen de Estado) de que el presidente se vaya porque se siente responsable, un mea culpa institucional tocaría también al órgano que investiga (allí estaban las denuncias) y al órgano que hace la persecución penal (nadie las atendió). Es responsabilidad institucional.
El diablo está en los detalles.
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