Esta es la base de los que creen en una democracia directa y participativa, en la que la mayoría de votos prevalece sobre otras formas de poder y decide las reglas y leyes para el funcionamiento del Estado.
Pero otros propugnan una forma de democracia menos directa, la llamada democracia representativa, en la que las decisiones las toman personas supuestamente reconocidas por el pueblo como sus representantes, que evitan decisiones equivocadas por una mayoría poco educada y susceptible a la demagogia y el control mediático (es decir, que evitan la denominada oclocracia). En esta democracia indirecta, el poder se delega a personas que ostentan autoridad formal, cuya prevalencia depende de la fortaleza de las instituciones. Esta institucionalidad democrática es creada y regulada porla Constitucióny las leyes (como salvaguarda a la temida “dictadura de la mayoría”), emitidas y ejecutadas por un grupo también supuestamente representativo.
Adicional al poder mayoritario y a la autoridad formal, actúa el poder económico. Y no me refiero a los enunciados teóricos, sino a una realidad cotidiana y muy guatemalteca: ¿quién influye más en un diputado distrital, sus electores o su financista de campaña? En nuestro país el poder económico se ejerce en diversas formas, incluyendo el financiamiento de las campañas electorales y el control de la línea editorial de los medios de comunicación mediante la pauta comercial (la denominada plutocracia).
Una democracia funcional supondría, entonces, una relación balanceada entre el poder de la mayoría, la autoridad formal y el poder económico, un punto medio equilibrado, alejado de los extremos como la tiranía de la mayoría, la oclocracia o la plutocracia. Esta democracia funcional reconocería como indispensables para su sobrevivencia el respeto tanto a la voluntad de la mayoría como de los derechos de las minorías, y que los límites del poder los establecen las leyes e instituciones con autoridad formal.
Insisto en cuanto a que estos no son elementos de una discusión estéril e inútilmente teórica o idealista. Son elementos de nuestros debates cotidianos. Por ejemplo, cuando Sandra Torres o Harold Caballeros argumentan que tienen derecho a ejercer el poder que les confiere su caudal de votos (lo cuales tendrían que verificarse en las urnas), están apelando al poder legítimo de la mayoría (la base de la democracia). Sin embargo, está por verse si este poder prevalecerá sobre el de la autoridad formal, expresado mediante la resolución del director del Registro de Ciudadanos y los fallos judiciales subsecuentes.
Otro ejemplo es la impunidad de la anticipación de la campaña proselitista, demostrando que el poder económico prevaleció sobre la autoridad formal del Tribunal Supremo Electoral. El poder de las sanciones que la ley establece no constituyó afrenta alguna al poder económico detrás de las enormes ganancias en los medios de comunicación y las vallas publicitarias. Ejemplo peor de la prevalencia del poder económico sobre el de la autoridad formal quedaría nocivamente demostrado si se llegara a comprobar alguna de las sospechas de corrupción en alguna de las instancias de decisión judicial en los casos de Torres y Caballeros, tanto si las decisiones finales son favorables o contrarias a sus aspiraciones políticas.
Lo notorio del caso guatemalteco es que ni el poder popular ni la autoridad formal o legal logran balancear el poder económico. La concentración de la gran mayoría de los recursos le confiere a la élite minoritaria una cuota de poder desproporcionadamente grande en comparación con el poder popular y la autoridad formal. Y lo peor es que esta concentración de poder económico no solo la goza la élite tradicional y conservadora, sino también la “élite económica emergente” de narcotraficantes y sus ejércitos privados (los Zetas).
Este desbalance explica mucha de la disfuncionalidad de nuestra democracia. Por un lado, prácticamente se permitió una violación flagrante ala LeyElectoraly de Partidos Políticos con la campaña anticipada, dando vía libre a jugosos negocios entre los financistas de campaña y los medios de comunicación. Pero por otro, se niega la inscripción de dos candidatos presidenciales con base a la interpretación de una autoridad formal del jurídicamente difuso concepto de fraude de ley.
¿Acaso esto no es un claro ejemplo de plutocracia?
ricardobarrientos2006@yahoo.com
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