El clavel y la rosa

Y esclarezco: lejos de mí los determinismos helenistas, que se concretan bajo la predestinación cifrada en acertijos de una esfinge o en el capricho sórdido de una divinidad incandescente… Lo que deseo significar es que nuestro paso por el viaducto de este tiempo está siempre ya signado por el conjunto de experiencias vitales que nos inducen a evaluar heroísmos con la propia vara de medir. No asiento este argumento, pues, en el principio del fatalismo, sino más bien en un basamento empírico. De aquí extraigo que la visión personal de la actividad y la inacción es consecuente con el acervo de persuasiones y de prácticas que acarrea cada uno en su alforja existencial.

Y ese peculio subjetivo abarca lo mucho o lo poco que atesoramos en nuestro periplo a lo largo de los años; en este bagaje se aloja lo que somos. Lamento recurrir a Perogrullo, pero la emoción, la sensación y la intuición obedecen a la muchedumbre de vivencias que habitan en nosotros. Vuelvo al constructo del “amor”: lo que para algunos, como yo, es una idea intrincada y capitalmente volátil, para otros, como tú, es una praxis convocada. Tal discrepancia nocional está mediada por la trayectoria única que nos ha trasladado a donde estamos. El amor, Carmen, será lo que quieres que sea: una idea, un dios flagelado, un acto humanitario, un mandamiento incoherente, un gesto compasivo, la sonrisa de un niño… Nadie puede reclamar para sí el conocimiento de la verdadera naturaleza del amor, pues incluso cabe en ella la probabilidad de ser un espejismo.

Por aparte, si nos definimos de manera incisiva como hacedores, cómplices y monstruos de cosa alguna, incurrimos en una generosa imputación de culpas debatibles. Ello equivale a fundar una denuncia en arenisca. Y negar que existan víctimas de infortunios supone un audaz desafío a los contextos. Hablaré por mí: yo no tuve la ocasión de plegar mi “fe” en cuatro segmentos, para que luego se prestase a combustión en un festín de triunfalismos. Y aunque me hubiese sido concedida una oportunidad semejante, habría optado por anular mi elección, pues no existía escogencia posible entre un toque de diana y un cascabel bufonesco. Me viene a la mente el sarcasmo de Quevedo cuando fue capaz de espetar a su lisiada reina: “Entre el clavel y la rosa, Su Majestad (es-)coja”, como cojo también es nuestro régimen. No… lo nuestro es peor: es un edificio derelicto que crea reyezuelos tuertos cada cuarenta y ocho meses.

Ni hacedor, ni cómplice, ni monstruo, que ninguna opción se llevó mi confianza. Desprecio esa modalidad partidista que veda en la práctica a los probos tomar parte activa en la res-publica, porque el sistema es convertido en un mercado cuatrienal de intereses, una casa de almonedas, una gruta de maleantes, un espejo de truhanes y una rectoría de la vida bribiática. Es en la distancia que hemos sobrevivido a la leonera electoral con desenlace en un balotaje redundante. Fue aquello un pleonasmo en nuestra gramática política: ¿de qué sirve elegir, cuando este derecho es copado por una disyuntiva ficticia en la formalidad de las urnas? Nada queda por decir: habemus præsidentem, que es marcial, y qué más da.

Entre tanto, Nueva York y el resto de esta enormidad territorial se preparan para el día en que darán las gracias a no sabemos quién, en conmemoración de la paz de pólvora que hace cuatro siglos impuso un grupo de devotos integristas entre ellos y los nativos de estos bosques. Ya se sabe: el pavo se lleva la peor parte. Ah, los fraudes nacionales… Los hay, incluso, culinarios.

Un abrazo otoñal.

Ramón