Se levantaron e hicieron un corredor con los claveles en la mano. Los estudiantes de varias universidades comenzaron a pasar. Mientras las autoridades indígenas les entregaban los claveles, los estudiantes de la San Carlos les amarraban al cuello las pañoletas que han utilizado en las últimas marchas. Escuché cómo mujeres indígenas les daban las gracias por su voz, por estar allí, y les decían que había que mantenerse unidos, que había que acercar las diversas realidades de resistencias y luchas. Vi jóvenes llorar, conmovidos hasta lo más profundo.
He mantenido esa imagen en la mente esta semana que ha pasado. Lo he hecho porque me interpelan varios de los elementos de eso que vivimos. Quisiera hablar de ellos porque me parece que en ese gesto, en varios de esos gestos, se puede aprender mucho para lo que sigue en Guatemala. En principio está la búsqueda de articulación, por un lado de los universitarios, pero que va más allá. No me siento cómoda diciendo que es una articulación de campo y ciudad. Creo que es una articulación de reivindicaciones de un mismo país, algunas poco sentidas en la capital, pero definitivamente ha sido un error de los capitalinos no entender que nuestra lucha no solo está en la plaza. En ese sentido, me sumo a la pregunta que escuché hace algunos días: en vista de que el campo ha hecho propia la lucha contra la corrupción, ¿la capital hará propias las luchas y resistencias que llevan muchos años más? Ojala qué sí, pues allí habrá una clave imprescindible para mantener la protesta en el tiempo: la unidad suficientemente flexible para entender la diversidad.
Quiero referirme también a los puentes intergeneracionales y étnicos que ese día se dieron. En su mayoría, los jóvenes universitarios eran ladinos o mestizos (depende de a quién le pregunten) y en su totalidad recibieron el clavel rojo de manos de autoridades indígenas. Eran adultos confiando en jóvenes. Eran jóvenes aprendiendo y escuchando a adultos. Eran jóvenes mestizos y ladinos asumiendo el respeto a líderes políticos y religiosos indígenas. Y he aquí un símbolo de una nueva sociedad. Ese corredor de hombres y mujeres se convirtió en un telar, en la esperanza de hilar una nueva historia. No estamos aún allí, pero ese gesto de horizontalidad, de reconocer qué aporta cada quien en la intensa voluntad de un país diferente para bien, motiva a entender que esta experiencia política será referente para el futuro que estamos dispuestos a construir.
Por último, la emoción. Nadie en ese lugar pudo ser indiferente a lo que estaba pasando. Hay mucho de corazón entregado este mes. Sé que han existido divisiones, propuestas que parecen contrapuestas. Sé que no se quieren líderes (o en todo caso hablamos de líderes completamente diferentes a lo que conocemos hasta hoy). Sé que hay miles de rutas, que es difícil ponerse de acuerdo. Pero ante todo hay mucho corazón, muchos deseos de hacer las cosas bien. Esas son las lágrimas de quienes allí estuvimos, de quienes han estado en la plaza cada sábado desde hace ya más de un mes. No se debe olvidar que, aunque la política parezca lo más importante en estos días, no podemos perder la sensibilidad frente a la injusticia que a tantos nos ha llamado a ser parte de estas protestas.
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