Janú Gerardín López López tiene 52 años y es el dueño del circo Hermanos López. Nieto de María Magdalena McCormick, gitana de Budapest escapada de Hungría justo después de que estallara la Primera Guerra Mundial. Janú cuenta que la pasión que lo anima a seguir trabajando, a pesar de las fuertes bajas de público en los últimos años, es lograr que el circo no se muera. Y con él, su vida y las de las familias que de él dependen.
No es un empresario animado por el afán de seguir incrementando ganancias y éxitos comerciales, sino el miembro de una familia de sangre nómada que se casó hace un siglo con el circo. Ya son cuatro generaciones. Hermanos López es un circo artesanal, los artistas que lucen maquillajes y trajes multicolores por la noche, se vuelven carpinteros, electricistas y soldadores en el día, ocupados en las pequeñas reparaciones diarias bajo la carpa o en los remolques que habitan.
En defensa de su mundo y en contra la corriente de las prácticas actuales, Janú sostiene que el arte circense seguirá vivo y que nunca se podrá reducir a una cuestión de luces y efectos tecnológicos. Por eso el circo, en su esencia, nunca pasará de moda; porque, en resumidas cuentas, siempre habrá niños e ilusiones, ganas de sorprenderse por el salto acrobático de un trapecista o de reírse por la caída desastrosa de un payaso. Lo que sí ha cambiado, admite Janú desencantado, es la mentalidad de los padres: “cualquier día, los restaurantes de comida chatarra están llenos y para eso siempre se encuentra dinero”.
Por estos días, el circo vive su peor momento histórico: entre la prohibición de espectáculos con animales en la ciudad capital, que ha reducido el atractivo de las funciones, y el cambio de los tiempos bajo la carpa no se respira un aire triunfal, a pesar de que el precio de las entradas ha bajado a los mínimos sindicales. Ya les ha pasado: la compañía entera ha hecho todo el espectáculo para los cuatro de la única y solitaria familia que poblaba las gradas. Janú lo tiene claro, aunque haya un solo espectador, la función no se cancela.
Con el Hermanos López trabajan y viajan seis familias provenientes de Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras. Juntos, integran ese peculiar clan donde todos conocen a todos, ya que la mayoría comparte no sólo los tiempos de las funciones, sino la vida entera, los viajes para desplazarse de un lugar a otro, los éxitos y los fracasos de cada espectáculo, los días de lluvia y de sol. En el perímetro de la carpa transcurre su vida. José Ponce, payaso de 66 años, lleva menos de un año con su nueva familia constituida por Nancy y sus dos hijos Carina y Cristian, originarios de Honduras. Después de haber viajado con varios circos por Centroamérica y México, está muy orgullo de poder compartir la viejez con ellos, irse a dormir y levantarse juntos, en su remolque que está pagando “poco a poco”, cuya dimensión favorece la convivencia estrecha. Sigue con atención los avances de los dos jóvenes, de 12 y 15 años, que con talento y dedicación ensayan sin pausa.
Cristian, que no para de hacer contorsiones colgando de las fajas, tiene un físico escultórico, acostumbrado al duro entrenamiento al que se somete. Lleno de orgullo, cuenta que ya recibió dos ofertas para ir a trabajar en el legendario Circo Medrano, creado en Francia en 1872, pero que su condición de menor de edad no le permite viajar libremente a Europa. Pide que lo graben con el teléfono mientras da vueltas por el aire para verse, estudiar los movimientos y corregirlos con la disciplina de un atleta olímpico. Cristian aspira a tener su propio circo, algún día, después de haber viajado y conocido el mundo gracias a su arte.
A la par del remolque de don José y su nueva familia, en la roulotte más pequeña de todas se concentra la vida de dos hermanas, Carla y Fabiola García, de 18 y 20 años. Su casa ambulante es tan chiquita que a penas logran tener el espacio para el colchón y la estufa. Arriba, colgados del techo, los trajes del show se amontonan en un revoltijo de colores llamativos. Desde las sábanas emerge la cabecita de Santiago, de dos años, hijo de Fabiola y de un payaso salvadoreño que la abandonó durante el embarazo. De vez en cuando, llega a visitarlas su madre, Sandra, una contorsionista retirada de 44 años. Sandra tuvo la dos hermanas con su exmarido, “uno de casa”, para decir que era un hombre que no pertenecía al mundo del circo. Por un tiempo, con el matrimonio, se alejaron de la vida nómada, se hicieron comerciantes y vendían en los mercados. Pero no aguantaron mucho tiempo y, cuando Sandra dejó al esposo, regresaron al circo, a donde pertenecen, a los espectáculos nocturnos, al público, al maquillaje y las luces.
Para quien no ha nacido en un circo, para "uno de casa", como dice Sandra, el estilo de vida bajo la carpa: precario, sin raíces ni bases, es difícil de entender. Pero, a estos últimos representantes de una de las más gloriosas y antiguas tradiciones artísticas ambulantes, les debemos el mérito de mantener viva la gran ilusión de un mundo de fantasía, pintoresco como las pelucas, los maquillajes y los trajes llamativos de payasos y trapecistas, bullicioso y retumbante como el redoble de tambor que acompaña el final de cada número; poblado de sueños, animales exóticos, construido con persistencia y disciplina atlética. Son los cirqueros un homenaje a la persistencia, a la insistencia, a la terquedad por defender el espacio para las risas y el asombro.
Federico Fellini, durante la filmación de Los Clowns, en 1970, reflexonaba: “El mundo, y no sólo mi pueblo, está poblado de clowns... mientras realizaba el filme, veía desde el auto personajes bufonescos en las calle... viejas ridículas con sombreros absurdos... melenudos con gabanes descocidos... y un obispo con aspecto de momia dentro de un coche...”. Tal vez sea ese el encanto atemporal del circo: recordarnos que en la vida, con sus aspectos ridículos, absurdos, bufonescos e incomprensibles, no debemos perder la capacidad de sorprendernos y reír.