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El camino de los fantasmas (hacia los wikileaks)

Llegó y conversamos un par de minutos. Me dijo que le tenían mucho aprecio a Guatemala y que estaban preocupados por la situación nacional. Que les gustaba Plaza Pública.
Y en la quinta página, un espacio para la firma de Julian Assange por parte de WikiLeaks junto a un espacio para mi firma por parte de Plaza Pública. Es como firmar un documento a la par de un fantasma. O firmar un contrato con un fantasma. Un fantasma que es “uno de los mayores enemigos” del “mundo civilizado”.
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El camino de los fantasmas (hacia los wikileaks)

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Ahí estaba el correo. Madrugada de un lunes de mayo. Mi intermediario en Europa se había puesto en contacto con los de WikiLeaks y habían aceptado considerar a Plaza Pública como un posible receptor exclusivo de los cables de la embajada de Estados Unidos en Guatemala. Había estado esperando ese correo desde el 28 de noviembre de 2010, cuando salió a luz el escándalo a través de El País, The New York Times, Der Spiegel, The Guardian y Le Monde, y me puse a escribirle a todos mis contactos en Europa.

WikiLeaks, una organización de periodistas, activistas e informáticos con sede en Londres, había logrado acceder esta vez a 250,000 cables del Departamento de Estado, de los cuales 2 mil fueron redactados por el edificio con acceso más restrictivo de toda la Avenida Reforma y probablemente de los 108 mil kilómetros cuadrados de la República de Guatemala. Documentos de la embajada estadounidense, que tiene tanto poder e influencia que nos sirve a los actores políticos de mediador, de confesionario y de juzgado; embajada que tiene acceso como casi nadie a la información de la que no sale en los noticieros, de la que todos sabemos y nadie escribe en blanco y negro.

“Necesitan pruebas”, dijo mi intermediario, cuyo género y nacionalidad, naturalmente, mantendremos en secreto. Pruebas para WikiLeaks que Plaza Pública sí podía ser un medio independiente, pruebas de que habíamos utilizado profesionalmente algunos de los quince cables sobre Guatemala que han sido revelados en www.wikileaks.org, pruebas de que teníamos capacidad periodística y pruebas de que teníamos maneras seguras de comunicarnos. –¿Maneras seguras de comunicarnos? Un Gmail, un Yahoo y un Facebook eran mi arsenal y obviamente no servirían para ganar ni una guerrita de aguas.

Y empezó el camino por el denso bosque de los secretos informáticos. Un bosque tupido, como los de Cobán o de Narnia, que casi no permite ver la luz y en el que uno anda a tientas, siguiendo los pasos de una voz que va dando instrucciones, saltando pruebas más sutiles y complejas que las que uno tiene que pasar para que le den una visa, y respondiendo a interrogantes sin saber que lo son.

Así, nos enviaron el primer código. Un instructivo para bajar un sistema de chat encriptado y la invitación para abrir un correo en una página de hackers de izquierda, revolucionarios de esta era, que dedican parte de su tiempo a proteger a los ciudadanos de los poderosos, gubernamentales, militares y empresariales. Estos hackers-activistas le dan a uno instrumentos que encriptan todo lo que uno escribe y se niegan a publicarlo aunque cualquier autoridad se los pida; y ya han sido respaldados por jueces gringos. Con una condición. Queda prohibido usar esta cuenta de email para promover ideologías extremas de derecha, actividades lucrativas o fomentar odios raciales, sexuales o religiosos. Éticos, como debe ser.

Tener la posibilidad de una comunicación electrónica con privacidad para un periodista guatemalteco que empezó a investigar política y corrupción hace diez años suena a quimera. Dado que mi trabajo es descubrir o publicar malos manejos públicos o mañosadas empresariales y políticas, todas mis telecomunicaciones están sujetas a ser intervenidas. Llamadas telefónicas, correos electrónicos, conversaciones cuando mi teléfono está encendido aunque no esté haciendo llamadas, todo lo que no sea papel y pláticas en persona. Se han identificado 17 compañías privadas que interceptan comunicaciones en Guatemala. Y no soy muy especial para recibir este trato tan atento. Es algo diario para muchos colegas y personas que nos relacionamos con esto de los poderes nacionales.

De regreso al bosque informático. Empezaron los chats con Aslan, que es el nombre ficticio que le daremos a mi contacto de WikiLeaks. Empezaron los interrogatorios, las preguntas sobre mi trabajo, las preguntas sobre Plaza Pública, las intenciones que teníamos para publicar los cables, y lo que podíamos hacer para que tuvieran más difusión en Guatemala, pues nuestro www.plazapublica.com.gt era entonces (más) microscópico; ahora tenemos ya casi 7,000 visitantes únicos semanales, que hemos alcanzado sin un centavo en publicidad.

Conversar en un chat encriptado con alguien que no tiene rostro, ni nombre, que es parte de la organización que filtra los 250,000 cables diplomáticos del gobierno más poderoso del planeta, del “Imperio”; que es parte del reducido grupo de humanos que puede saltar las barreras formales de la informática y revisar mis cuentas de correo, de banco, del gobierno, de cualquier empresa… es como hablar con un fantasma. De hecho, el bosque informático es algo así como el mundo de los espíritus. Uno sabe que está ahí, muy cerca, y que los fantasmas lo están viendo a uno a cada momento y casi adivinando lo que uno piensa, pero que muy pocos pueden tener acceso… sólo los mediums y las personas con energías especiales cuando hay portales abiertos. El bosque informático se parece en eso al bosque de los espíritus. Es irreal. Comunicarse con ellos. Que le respondan a uno. Que le hagan caso a lo que uno les pide. Que sepan que el mejor ron del mundo es de Guatemala. Todo esto es como una película. O bueno, mejor. Porque las películas están obligadas a tener semejanza con la realidad. Y la realidad está exenta de esas formalidades.

Regreso al relato. Vinieron más interrogatorios sobre política nacional y centroamericana, con pocos segundos para responder, alternando inglés y español; siguieron ofertas mínimas de entregarnos 15 cables para ver cómo los manejábamos, siguieron sus silencios de días y semanas. Siempre era de madrugada. Nuestras cuatro de la mañana y sus mediodías. Siempre corriendo, siempre sin prometer nada concreto. Esperando que mi visión de izquierda moderada no fuera a espantar sus aires más revolucionarios. Con Plaza Pública, que entonces llevaba dos meses y medio en línea, no ocurrió lo que sí le pasó a El País o el New York Times, que fueron contactados por WikiLeaks para revelar los cables más importantes de todo el mundo; o a La Nación, de Costa Rica; o a El Faro, de El Salvador; que fueron contactados para revelar los cables de sus países. En Nicaragua los dieron a Confidencial; pero en Honduras y Guatemala no confiaban en nadie. Que confiaran en Plaza Pública no lo miraba como la tarea más difícil. Era cuestión de trabajo y periodismo serio.

La tarea difícil era cómo llegar a Londres al menor costo posible. La respuesta era sencilla: con asertividad y suerte. Y de pronto, el anuncio de un foro mundial de medios organizado por Deutsche Welle y el Gobierno Federal de Alemania. Y fui a tocar la puerta a la embajada alemana, que como la estadounidense (paradójicamente), siempre apoyan a los periodistas en Guatemala. Y aceptaron de buena gana costear mi pasaje trasatlántico. Y de pronto, un correo del Programa Mundial de Medios de la Open Society Institute (OSI) para contarnos que tres meses después de salir al aire, a Plaza Pública le otorgaban un financiamiento para hacer periodismo independiente y que yo tenía que ir a Londres para firmar el convenio. Y el permiso de parte de mis jefes, el Consejo Editorial de Plaza Pública y la Universidad Rafael Landívar, para empezar la travesía que me haría llegar hasta una cita con los de WikiLeaks y los cables de Guatemala.

Llegué a Londres un martes, digamos que hace un mes y medio. Me imaginaba estar siendo vigilado. En persona y virtualmente, por los espíritus y los otros. En el aeropuerto de Heathrow sabía que no necesitábamos visa los guatemaltecos, pero la policía migratoria británica me intentaría obstaculizar la entrada al United Kingdom como lo hizo ocho años antes cuando iba a Gales y el agente de aduanas me hizo mostrarle el efectivo que llevaba en la billetera. Así que llevaba mi carta de OSI invitándome y asegurando que costearía mis gastos.

And your ticket back home?, preguntó el policía sobre mi boleto aéreo de regreso, sin ninguna sonrisa, y me hizo recordar que siempre, siempre, siempre que intento entrar en Estados Unidos, tengo que pasar por el cuartito de migración.

Pues lo tengo en Internet, respondí en inglés.

Pues enséñemelo en su BlackBerry.

–Pues el roaming para Gmail es muy caro y no lo pagué, e igual en Europa no sirve.

–Pues no le creo.

–Pues le digo que me regreso el sábado.

–Pues no le creo y es mi palabra contra la suya.

–¿Pues por qué habría de querer quedarme?

–¿Pues por qué habría de creerle que usted se quiere regresar y no se quiere quedar buscando trabajo en Londres?

–Pues porque tengo mucho trabajo en Guatemala y por eso vengo a firmar un convenio para que me paguen por trabajar en Guatemala y vengo a traer unos wikileaks, pensé, pero no dije palabra, asustado de quedarme a las puertas de misión secreta.

–Pues lo dejo pasar por esta única vez y le pondré un sello especial para que tenga prohibido quedarse en Inglaterra después del sábado. (Sello que obviamente no existe, pues ya me habían “puesto” uno similar en Washington una vez.)

Logré salir del aeropuerto y estaba en Londres. Metrópolis de 9 millones de habitantes que durante siglos fue el centro del poder mundial y que había cambiado el destino de decenas de países, incluida Guatemala. Desde ahí se decidió financiar en los 1820 a los separatistas centroamericanos para que ganaran las guerras post-independencia y el Istmo fuera de cinco paisitos manipulables, según Edelberto Torres-Rivas. Desde ahí se decidió que Belice se independizara en los 1980 para que los ingleses tuvieran otro paisito del tamaño de Holanda en Centroamérica, sólo que con a penas 300,000 habitantes. Metrópolis ajena, indiferente con un periodista veintiochoañero guatemalteco, que sentía encima toda su paranoia y todos sus prejuicios sobre los aires de superioridad de los ingleses en la historia y en la calle.

El martes mismo firmé el convenio con OSI y empezaba la misión, secreta. Tendría tres días para lograrla antes de regresar el sábado rumbo a Guatemala. El último chat había sido el lunes desde otra capital europea y me habían asegurado que el miércoles me darían los cables. Que esperara una señal en el mail encriptado o en el chat encriptado. Que estaban muy ajetreados porque sería la audiencia de Julian Assange sobre su prisión domiciliar por un caso absurdo con el que Estados Unidos quiere extraditarlo primero a Suecia y después a Washington.

Había arreglado todo. Un apartamento que un amigo o amiga me había prestado en el centro de Londres –un Londres muy soleado y veraniego distinto a la imagen del Londres lluvioso y sombrío que todos aprendemos en los libros–. Y ahí estaba el miércoles. Ocho de la mañana. Chat secreto encendido. Correo secreto abierto. Era cosa de esperar la señal. La misma señal que unos cincuenta periodistas del mundo habían recibido antes que yo. De Centroamérica, sólo la tica Gianina Segnini y el salvadoreño Carlos Dada. Y luego me regresaría a Guate con mucha información y el trofeo. Sólo me quedaba paciencia y no volverme loco de paranoia. Empecé a escribir la experiencia, obviamente a mano para no dejar ningún rastro informático. Ocho de la mañana. Nueve. Diez. Once. Mediodía. Tarde. Noche del miércoles. Mañana del jueves. Mediodía. Tarde.

Jueves, ocho de la tarde-noche en Londres. La espera es larga, tediosa, impotente. La adrenalina dio paso a la desolación, a la invisibilidad. Pasar horas atado a la computadora con el chat encendido, con el correo que recibe impávido las actualizaciones de la página. Son unas veinte horas frente a la pantalla, con pequeñas pausas para salir a comer, con la computadora al hombro y luego sobre la mesa encendida para que no vaya a pasar el momento de la señal. No podía dejar la computadora en casa porque la policía perfectamente podría entrar y robarla. Crédulos ellos de que alguien podría guardar algo tan importante en una laptop.

Treinta horas encerrado en una habitación sin poder concentrarme en nada, sin poder contar esta espera a nadie, sin poder hacer nada para cambiar nada, esperando.

Hasta el martes todo había estado emocionante. Desde el día de mayo en el que le pedí a mi intermediario que me hiciera el contacto con WikiLeaks. Se lo había pedido desde diciembre pero le daba miedo intentar contactarnos. Todavía le da. A las escasísimas personas a las que les conté de esto también les daba un poco de miedo. A mí me preocupaba más conseguirlas y que no me fuera a apresar la policía británica. Después de todo, los periodistas sólo somos el medio y no la fuente de la noticia.

En medio del bosque cibernético, anónimo y paranoico en una metrópoli que me es ajena, sentía que estaba tan cerca y tan lejos de ese mundo de los hackers, de los informáticos, oculto para los cotidianos que nos sentimos espías viendo el facebook de otras personas.

Estaba todo listo. Había pasado todas las etapas previas. Laptop, cámara, grabadora, tarjetas de presentación, viaje pagado por alguien más para cruzar el Atlántico, boletos de Ryanair, hospedaje en casa de un amigo o amiga, todo.

De pronto, la señal. Se conectó al chat diez minutos. Pero no era la señal que esperaba, no la de la película que estaba viviendo. Me dijo que estaba en Suramérica y que estaba buscando a alguien que me atendiera en Londres. Que en el peor de los casos, me llevarían los cables en la palma de mi mano en Guatemala. No me la creía. Diez mil kilómetros recorridos, decenas de horas de espera, todo planificado a la perfección, y nada. Ni un cable, ni ver a Assange, nada.

Le escribí a mi intermediario de mayo. Me respondió que su contacto me mandaba a decir que tuviera paciencia y que quien me entregaría los cables estaba varado en el Sureste asiático o en África. Nunca hay precisiones en esto. No se pueden dejar pistas. Nada de rastros. 

Viernes. Tres de la tarde. Siete horas frente a la pantalla. Paciencia de pobre. Impaciencia de adolescente. Paciencia de cazador. Impaciencia de enamorado. Impaciencia de hincha. Paciencia de catenaccio. Paciencia de araña. Paciencia de invierno. Impaciencia de celular, de control remoto.

Volvimos a chatear y los dos contactos estaban fuera de Londres y los que estaban en Londres preparaban la defensa de Julian Assange para el juicio. Pensé en qué lugar podría encontrarlos y le dije que iría ahí. Se acabó el chat. Fui, sin nada que perder en esa metrópoli que nunca quise y de la que estaba harto. El lugar era lujoso, en medio de un barrio multicultural que no parece aconsejable de noche. Obviamente yo tampoco puedo dejar rastros, ni pistas. Abrí la puerta del local, y pregunté por uno de ellos. Sin que lo llamaran, apareció, me dijo que sabía que me esperaban, pero que no tenía la información. Y me escribió dos contactos en un papel. Era el contacto de Aslan y del mismo contacto que estaba varado en Australia o China o Sudáfrica o Timboctú.

Y así terminó Londres, sin conocer a Julian Assange ni a nadie del equipo de WikiLeaks y sin recibir los cables de Guatemala. De regreso, con las manos vacías y la promesa imposible de que me los entregarían un día en Ciudad de Guatemala.

Pasaron varias semanas, tres, cuatro, cinco, seis. Casi no se conectaban al chat, nunca me escribieron al correo. Estaba cerca de perder las esperanzas y mandarlos al carajo. Hasta que otra madrugada aparecieron de nuevo. Me dijeron que alguien de su equipo estaba en Centroamérica. Y que llegaría a mí. Lo hizo así, en una reunión social. Conocía a alguien que yo conocía y me sonrió. Conversamos durante dos horas sobre Plaza Pública y Guatemala. Y antes de irse me dio un papel amarillo. Decía algo así, escrito a mano:

Yo soy tu contacto. Aslan me envió. Rompe este papel cuando termines de leerlo. Nos encontraremos pronto. Te contactaré por el mail y el chat que tienes. Lleva tu laptop. Nadie más puede saber. (Y una contraseña enorme de letras y números, que obviamente, no tenía idea dónde ingresar y que al final supe que era su huella dactilar para evitar que impostores se reúnan con gente diciendo que son de WikiLeaks.)

Un par de días más tarde, finalmente un correo en mi cuenta secreta, mi cuenta encriptada, encriptada y virgen. Quedamos en un día y una hora y un lugar. Mi contacto sabía que Sophos no era aconsejable porque ahí tomamos café todos los del mundillo político e intelectual. Me sorprendió su conocimiento de la Ciudad, pero supongo que no es difícil pensar que en una Ciudad con tan escasa cultura de cafés y conversar, hay pocos cafés que son centro de reuniones. Y me citó en el restaurante menos obvio que podría haber en Ciudad de Guatemala. O tan obvio que nadie sospecharía.

Llegó el día. Como buen agosto guatemalteco, con mucha lluvia. Mucha lluvia. Y nubes. Y frío. Y no aparecía el sol. Era como si Londres hubiera viajado a Guatemala con el contacto.

Llegué al lugar. Puntual. Mi contacto, no. Media hora tarde. ¿Pero qué era media hora después de tres días de espera en Londres? Y después de cinco meses de espera para entrar en contacto. Y después de más de un mes de haber vuelto de Londres con las manos vacías.

Llegó y conversamos un par de minutos. Me dijo que le tenían mucho aprecio a Guatemala y que estaban preocupados por la situación nacional. Que les gustaba Plaza Pública. Que todos los principales medios escritos solicitaron intensamente acceder a los cables, pero que prefirieron a Plaza Pública porque ven seriedad, ven independencia y mística. Y el respaldo de la Universidad Rafael Landívar en vez de un grupo de accionistas. Además, la intención de cubrir temas de los sectores marginales y de llegar a los grupos indígenas por medio de radios comunitarias.

Sacó de su mochila un fólder con un memorando de entendimiento, algo como un contrato. Cinco páginas de compromisos por parte de Plaza Pública con WikiLeaks. Compromisos de ética, de borrar nombres de personas que puedan estar en peligro si se publican los cables, de no lucrar con los cables, de no entregarlos a nadie. De saber que esto no crea ninguna relación institucional entre Plaza Pública y WikiLeaks. De confirmar que somos un medio de comunicación serio y responsable. Y en la quinta página, un espacio para la firma de Julian Assange por parte de WikiLeaks junto a un espacio para mi firma por parte de Plaza Pública. Es como firmar un documento a la par de un fantasma. O firmar un contrato con un fantasma. Un fantasma que es “uno de los mayores enemigos” del “mundo civilizado”.

Era un poco surreal intercambiar en una mesa de un restaurante de Guatemala (en persona) con alguien del bosque informático después de estar siguiendo instrucciones durante tres meses de una voz con un teclado. Un teclado parecido al mío y al de los miles de millones de humanos. Y estar escribiendo ahora desconectado de Internet para que no puedan meterse a robar mis documentos. O bueno, quizás no son míos. O sí lo son. Son los documentos que ha escrito sobre mi país la embajada del gobierno de Estados Unidos. Y es una parte de la historia que los ciudadanos tienen derecho a saber, porque al final de cuentas los soberanos somos los ciudadanos. Y tenemos derecho a saber qué hacen los que administran el poder público. Y Estados Unidos administra mucho poder público en Guatemala.

Mientras yo leía atentamente todas las cláusulas del contrato, mi contacto con WikiLeaks –o con el mundo de los fantasmas– tomó mi laptop y me sorprendió su buen español y su torpe mecanografía. Mi contacto bajaba programas en mi computadora, introducía códigos, instalaba software para encriptar conversaciones y evitar que pudieran seguir mis búsquedas online; tenía ojos y orejas, y voz en vez de letras en conversaciones secretas. Un fantasma que se hacía humano durante unas horas. O un humano que se había convertido en fantasma así como somos humanos que nos convertimos en periodistas o lectores o políticos o papás o hijos. O en héroes de causas perdidas como el soldado Manning que ayudó a los de WikiLeaks filtrando las comunicaciones del Departamento de Estado, y el equipo de WikiLeaks que ayudó al planeta a tener más información sobre cómo funciona una parte de las relaciones internacionales y el poder.

Cuando uno está a punto de recibir en un USB un pedacito del escándalo más importante de lo que va del siglo, uno se da cuenta de lo corta que es la vida en la Tierra. De lo pequeños que somos los siete mil millones de humanos. De recordar que no venimos sólo porque evolucionamos del mono o para reproducir la especie. Recordar que venimos a hacer que cambien las cosas y las personas, a trabajar para dejar un mejor mundo del que encontramos al nacer.

Mi contacto me explicó lentamente los protocolos de seguridad, que empezaban por no guardar nada de información en el desktop de la laptop, para que nadie quiera robársela. Después, las páginas en donde subir los cables. Las contraseñas. Las señales. Y me entregó un USB con mil cables de Guatemala. La mitad de los que tienen ellos. Los que van desde el 2003 hasta el 2007. Y nos despedimos así, sin más, sin preguntarle yo su nacionalidad o su apellido o su nombre verdadero. Un día más tarde, copié el USB en otros USB y los repartí a varios colegas, y empezamos a leerlos. Más madrugadas, más desveladas. Más fines de semanas de trabajo. Y los resultados de estas pesquisas en ese mar de documentos lo empezarán a leer ustedes en Plaza Pública (www.plazapublica.com.gt) a partir de mañana 17 de agosto del año 2011.

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