La bochornosa conducta de Ernest Steve Bran Montenegro, alias Neto, alcalde municipal de Mixco, Guatemala, y de Esduin Jerson Javier Javier, alias Tres Kiebres, alcalde municipal de Ipala, Chiquimula, está generando sendos y muy diversos análisis políticos y sociales. Y con justificada razón, pues, además de constituir una vergüenza nacional que ya le está dando la vuelta al mundo, evidencia la peligrosa descomposición social que se propaga y afianza en Guatemala.
Sin embargo, los anál...
La bochornosa conducta de Ernest Steve Bran Montenegro, alias Neto, alcalde municipal de Mixco, Guatemala, y de Esduin Jerson Javier Javier, alias Tres Kiebres, alcalde municipal de Ipala, Chiquimula, está generando sendos y muy diversos análisis políticos y sociales. Y con justificada razón, pues, además de constituir una vergüenza nacional que ya le está dando la vuelta al mundo, evidencia la peligrosa descomposición social que se propaga y afianza en Guatemala.
Sin embargo, los análisis deben tomar muy en cuenta que el vínculo entre la política, legítima o no, y espectáculos violentos como el boxeo no son nuevos ni exclusivos de Guatemala. De hecho, son muy antiguos, siendo uno de los casos quizá más notorios el del emperador César Marco Aurelio Cómodo Antonino Augusto, quien en el período de 180 a 192 gobernó la Roma antigua y se hizo famoso por su gusto por pelear como gladiador y a quien históricamente se le considera como el emperador con el que empezó la decadencia y caída del Imperio romano. O la rápida y complaciente respuesta vía Twitter del presidente estadounidense Donald Trump a las adulaciones del luchador irlandés Conor McGregor, que evidencia la preocupante afición del mandatario al campeonato de lucha extrema y a sujetos como McGregor, visitante frecuente de los tribunales por sus conductas violentas y por su menosprecio de la ley.
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Además, es una historia que no incluye solo a presidentes racistas y violentos como Trump o a bravucones como McGregor. Destacan grandes como Muhammad Ali, bautizado Cassius Marcellus Clay Jr., uno de los grandes objetores de conciencia de la historia reciente. Además de lo que hizo dentro del ring, sacudió a la sociedad estadounidense de la década de 1960 al convertirse al islam, rechazar el reclutamiento militar y oponerse a la guerra de Vietnam, promover el orgullo afroestadounidense y apoyar el movimiento de los derechos civiles. Esto le costó cárcel y el despojo de sus títulos deportivos, hasta que por decisión de la Corte Suprema de Justicia estadounidense le fueran restituidos al inicio de la década de 1970.
Otros grandes del boxeo son Joseph Joe Louis Barrow, afroestadounidense, y Maximillian Max Adolph Otto Siegfried Schmeling, alemán al que le tocó vivir el régimen nazi. Saltaron a la fama mundial por las peleas que protagonizaron en 1936 y 1938, pero su valor para la humanidad es una historia que eriza la piel y que también va mucho más allá del ring. Primero, porque Louis, al derrotar a Schmeling en 1938, le demostró al mundo la estupidez del racismo y puso en ridículo la maquinaria propagandística nazi, que sugería la superioridad aria de Schmeling (lástima que gente como Trump parece no haber entendido aún esa parte de la historia). Segundo, porque, después de la Segunda Guerra Mundial, Schmeling buscó a Louis y ambos se profesaron una de las amistades más admirables y aleccionadoras de la historia. Luego se supo que, durante el régimen nazi, este boxeador alemán arriesgó su vida al salvar las de dos niños judíos, entre otros actos de desafío a la política de odio racista.
Sirvan estas reflexiones para entender que el problema no es el vínculo entre la política y el boxeo ni los boxeadores, pues la historia nos muestra tanto casos vergonzosos como loables.
El problema somos nosotros, la ciudadanía. El horror no fue ver a dos alcaldes liándose a golpes, sino ver a la audiencia que abarrotó el sitio o los restaurantes o que se pegó a los televisores para prestarse al juego perverso y morboso de dos de los políticos más señalados de Guatemala.
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