Grito de nauyaca, artificio de terciopelo, mirada de barba amarilla, tortuosidad de cola de hueso: Bothrops asper-Homo asper, de colmillos retráctiles, dentadura solenoglifa y manchas oscuras laterales. ¿Qué mejor o peor retrato del asesino de Monte Olivo?
Me refiero no solamente al que jaló el gatillo, ese que, de haber salido vivo de la comunidad, habría recibido su paga, apurado un trago y afirmado orgullosamente: “Jefe, está usté servido”, y, luego de escupir a un ladito del jefe, le habría ofrecido hacer el próximo trabajito a menor precio por ser ahora cliente frecuente. No. No me refiero exclusivamente a esa miseria humana, sino también a la podredumbre viviente del jefe y del ente completo. Esa existencia perceptible, aunque abstracta; desconocida, pero que influye en quienes redactan leyes; intangible, pero manipuladora de operadores de justicia; y que se vuelve concreta en la muerte del pobre a quien roba, desplaza y mata.
Grito de nauyaca porque esa víbora de cuatro narices, como también se le llama, emite un grito de cuando en cuando en los bosques húmedos y lluviosos para recordar que es omnipresente. Es una manera de vociferación: anunciadora de la muerte y la desgracia. Justamente, como lo hace el Homo asper stupidus en la prensa o en los campos pagados para anunciar que es el dueño de lo que se le ocurra usurpar.
Artificio de terciopelo porque la terciopelo o musgo colgante se disfraza muy bien, precisamente como musgo, pero, detrás de su disfraz, su ser del orden Squamata y familia Viperidae la convierte en una de las serpientes más peligrosas del mundo: la que mata por matar, la única que practica el canibalismo desde sus pequeñas camadas, la que ataca sin que se la haya molestado, como lo hace el Calígula imperatore, quien, por muy emperador o mandamás que sea, homicida est.
Mirada de barba amarilla porque no hay otra más maligna que la de una barba cuando ataca. Como la mirada última que vieron los niños asesinados en Monte Olivo cuando, en su agonía, fijaron sus ojos en los del verdugo.
Tortuosidad de cola de hueso porque, como la Agkistrodon bileneatus —el cantil cola de hueso—, fascina y atrae. Con el movimiento de su cola de color blanco amarillento simula un gusano fácil de atrapar, y la presa cae redondita ante la posibilidad de comer fácilmente. Como el ofrecimiento de los espejitos hace quinientos años, como la oferta de carreteras o la construcción de una escuela en la aldea, como la posibilidad de progreso pronunciada por gargantas y bocas de aliento fétido, como el artilugio del mal: bonito al principio, horrible al final.
Y no, no fue solo ese el matador. Fue todo el ente: el generador de muerte, el maletero de desgracias, el repartidor de adversidades e infortunios. El que no se conforma con poco, el que quiere más, el que se presenta a los templos como sepulcro blanqueado por fuera pero cuya carroña grita por dentro: “¡Aleluya, aleluya, yo me quedo con la tuya!”. El que dice amar y honrar a Dios altísimo, mas sus verdaderos ídolos —ante los que se inclina y arrastra— son el poder, el placer y el tener.
Monte Olivo, a orillas del río Dolores. Quizá los topónimos, desde su nominación primera, predijeron la amargura.
Afortunadamente, Dinah Shelton, relatora de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, estaba en Alta Verapaz cuando sucedió el crimen y, si no fue testigo presencial, recibió la noticia de primera mano.
Así que ahora nada puede ocultar la verdad.
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