Hace unos cuantos días, un niño murió por desnutrición a escasas cinco cuadras de mi casa, en la mayor de las indiferencias por parte de los responsables del centro de salud, mientras en las casas vecinas y en las redes sociales se celebraban eufóricamente los esfuerzos del Gobierno y el buen tino de las autoridades en agilizar el levantamiento del arraigo en contra del jugador referencia del combinado nacional para que pudiera viajar, junto con el hermano y el hijo del presidente, por cortesía desinteresada de uno de los mayores grupos empresariales del país. La muerte del niño, por otro lado, solo mereció la condena de la madre por negligente. Después de todo, los pobres, como en toda sociedad con una desigualdad naturalizada, siempre cometen muchas negligencias: no tener medios de vida, tener hijos, existir. En el imaginario social del guatemalteco, las personas pobres adolecen de virtud y sentido común. Por ello merecen el escarnio público ante sus errores.
Hablar de esta obsesión por lo vano no es novedad alguna. Basta recordar ese exquisito relato sociológico de Pepe Milla que desnudaba impúdicamente esas pequeñeces del chapín allá por el siglo XIX:
… es novelero y se alucina con facilidad, pero pasadas las primeras impresiones […] y si encuentra, como sucede con frecuencia, que rindió el homenaje de su fácil admiración a un objeto poco digno, le vuelve la espalda sin ceremonia y se venga de su propia ligereza en el que ha sido su ídolo de ayer.
Hay algo revelador en esta descripción del guatemalteco promedio: esa realidad incuestionada sobre la que poco o nada puede o cree poder cambiar y a través de la cual realizar su propia razón heroica. El sentido del sueño de la lucha y de la rebeldía se convierte entonces en un sinsentido a favor de la obsesión conformista por ese espacio donde sí somos capaces de actuar: el de lo insignificante.
El problema no es el gusto por las trivialidades que finalmente nos hacen humanos. El problema es la escala jerárquica de nuestras indignaciones, que nos deshumaniza al decirnos cuáles son las que deben ser importantes para nuestra existencia social. El problema es cómo la propia insignificancia de las consecuencias de nuestros asuntos vanos se convierte en una causa de guerra, y no esta realidad indignante que deja una madre con su niño muerto en brazos por no tener dinero siquiera para el autobús.
Cuando el sketch populista del presidente testaferro enfrentando airadamente a un periodista deportivo es capaz de generar más cohesión social que la realidad inmediata, en donde se nos mea en la cara, es cuando se hace evidente que lo insignificante, ya reificado, tiene el poder para esclerotizar nuestras escalas de lo que percibimos como valioso para luchar o cuestionar.
Hace unos meses mataron a balazos a dos hermanas de 14 y 16 años que vendían dulces frente a su casa en la zona 18. La nota roja que narraba el suceso relevaba de cualquier remordimiento al lector al señalar que la mayor de ellas había estado detenida un año antes por estar vinculada a maras. Seguro eso hacía algo más comprensible su muerte. Más que una nota roja, se narraba el fracaso de la sociedad que negó los derechos más elementales a estas dos niñas y a todos esos niños que hemos matado nosotros con la coronación de la insignificancia que nutre todos nuestros significados como sociedad. El problema no son los rojos ni los cremas, tampoco el Real Madrid. El problema es la constitución de la jerarquía moral de nuestras preocupaciones y de nuestras exigencias hacia este sistema.
Nos lamentamos por la limitada acción política en nuestra sociedad. Urdimos teorías conspiracionistas para explicar el porqué del fracaso de las movilizaciones ciudadanas del año pasado para transformar el sistema político. Pero, en vez de ello, mejor deberíamos vernos el ombligo y observar cuál es la jerarquía de lo relevante en nuestra sociedad para comprender, entender crítica y comprensivamente, antes de dictar de manera mesiánica y biempensante cuál debería ser el curso de acción de las masas para tomar el Palacio de Invierno, cómo deconstruir y subvertir esa hegemonía conservadora que se nutre cotidianamente de la experiencia histórica que nos educó para huir, evadirnos y volcar nuestras pasiones en lo vano y en lo que un país como este al final permite soñar e imaginar a sus habitantes.
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