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El artista que contrató a un sicario

“Bueno, ya se firmó la paz. Significa que si hacemos cosas en el espacio público ya no nos van a quebrar el culo. Probemos”, Aníbal.
"Todo debe ser duro, violento, sórdido, y parece que lo que esperan de ti, es que te tirés de la ventana y documentés tu cuerpo estrellado sobre el cemento", Yasmín Hage.
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El artista que contrató a un sicario

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Recorrió las más prestigiosas galerías y festivales de arte, fue admirado y destestado, caminó sin hacer concesiones y sin que se las hicieran. La cédula A-1 53167 dejó de servir el 26 de septiembre de 2014. Su vida y sus obras son ya parte de esas leyendas de una sociedad que pareciera insistir en autodestruirse.

I

Cerditos, los hay por miles en las granjas porcinas. Pero un cerdito con nombre propio, Hugo, engalanado con un magnífico moño azul es especial: es una mascota, casi una persona, o un personaje como los tres cochinitos que vencieron al lobo, como el simpático Porky de las caricaturas. Aníbal López, el polémico artista  guatemalteco recién fallecido, lo sabía. Él fue quien llevó a Hugo a la galeríaPrometeo de Milán en donde, por varios días, los visitantes pudieron jugar con el cerdito, alimentar al cerdito, acariciar al cerdito como si fuera un falo gruñón montado sobre cuatro pezuñas.

El día de la inauguración de la muestra, ¡el horror!: Hugo fue abatido, procesado, horneado y servido en acompañamiento al vino de honor, para gran escándalo y tristeza de todos los que se habían encariñado con él.

La obra, que enfrenta al espectador con la crueldad disimulada de su mundo de consumo y con su propia hipocresía, es una muestra de los juegos venenosos a los que el artista sometía a su público.

II

Aníbal López ocupa un lugar a parte en el panorama artístico guatemalteco. “Eslabón perdido”, como lo define la artista Regina José Galindo. Él marca, en Guatemala, el paso del arte moderno al arte conceptual, constituido generalmente de acciones, instalaciones y performances. Aníbal López anuncia y encamina a la generación de artistas, escritores, cineastas y músicos que, al terminar la guerra, a mediados de los años 90, desafiaron al conformismo militarizado y perplejo de la sociedad urbana guatemalteca.

Hay cuatro o cinco artistas nacionales realmente conocidos en el extranjero, y sobre los cuales se escriben libros y tesis. Aníbal López, ganador en 2001 de la Bienal de Venecia en la categoría artista joven, es uno de ellos. El artista se valió de todos los recursos a su disposición, aún fueran estos ilegales, para atentar contra la doble moral y la sensiblería de la gente. Su obra generó malestar, angustia y escándalo, incluso dentro del público habitual del arte contemporáneo, tan acostumbrado y sediento de las provocaciones.

“En Guatemala hay excelentes artistas, con muy buen trabajo, pero si viajas a México, encuentras a diez como ellos; y en China, encuentras a cien chinos haciendo lo mismo. En cambio, no hay dos Aníbales”, dice Thomas Laroche-Joubert, artista francés radicado en Guatemala, gran conocedor del arte actual a nivel global.

Alrededor de la obra de Aníbal López, permanecerán los equívocos e interpretaciones erróneas o superficiales. Muchos no verán en ella más que una provocación in crescendo, o la descartarán con un definitivo “ya no saben qué inventar”. Otros sabrán valorar no sólo su carácter subversivo, sino también sus agudas lógicas formales

En torno de la persona, es probable que los mismos equívocos prevalezcan entre los que lo conocieron poco, ya en sus últimos años, y recuerden sólo al espectro irascible en que lo había convertido su adicción al alcohol; y entre los que lo conocieron mejor, con pleno dominio de su fuerza, y gozaron de su plática, los que saben que, a pesar de su carácter arisco, acaso engreído, podía ser muy generoso y noble con las personas que contaban para él.

El artista Jorge de León recuerda las veladas con él: “Él llegaba a la casa. Tomábamos guaro y conversábamos. Hablábamos de política, de cine, de música. De la música, le gustaba desde la Tigresa del Oriente hasta Beethoven, pasando por el jazz, el rock. Después hablábamos de artes visuales, y hasta el final de filosofía. Era de a huevo porque había confrontación.”

Leonel Juracán, escritor que en los últimos años hizo de secretario, enfermero y alero de cantinas del artista, describe así la forma de Aníbal López de relacionarse con la gente. “Su lema era que todos te quieren pisar, y por lo tanto, de primeras, era muy agresivo. Puteaba a la gente de verdad e hizo llorar a más de alguno. Pero si te le enfrentabas, y tenías buenos argumentos, te ganabas su respeto.” 

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Artista que no soportaba las medias tintas, obligó a pensar mejor su trabajo a muchos de sus compañeros. “Antes de empezar una obra, primero tengo que revisar que no la haya hecho antes Aníbal. Hay obras que dejé de hacer porque ya las había hecho él, y estaban mejor pensadas y resueltas. Él me obliga a pensar más, a esforzarme más”, dice el artista Jorge de León. Regina Galindo, la figura guatemalteca del performance, recuerda: “Aníbal era un filósofo. Para mí, él fue un aprendizaje muy intenso porque me lo confrontaba todo. No fue mi maestro, pero es lo más cercano a un maestro que he tenido”.

III

La marginalidad siempre fue parte de la vida de Aníbal López. Nació en 1964 en una familia originaria de San Marcos, de las primeras en colonizar unos terrenos baldíos de Mixco, hoy conocidos como Tierra Nueva. Su padre era carpintero y alcohólico; su madre costurera y víctima del carpintero, murió joven.

Tuvo que valerse por sí mismo muy pronto. Sus estudios toparon en primero básico. En cuanto pudo, se fue de mojado a Estados Unidos. Trabajó como obrero en un templo mormón y en una empresa de remodelación de interiores.

Al volver a Guatemala,  se inscribió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP), sus allegados no recuerdan las fechas exactas de su devenir. Para ganarse la vida, laboró en una empresa de publicidad y además, dibujó estampas para álbumes infantiles sobre temas como “la vida natural”, “el cuerpo humano”. Según Leonel Juracán, la serie “Ladino Hardware”, que presenta imágenes anatómicas de los músculos de las manos, proviene de esa experiencia.

En la ENAP se aburrió. Salvo Dagoberto Vázquez, ningún profesor tenía nada valioso que compartir con los alumnos, según él mismo dijo en una entrevista con Rosina Cazali. Empezó a frecuentar galeristas y artistas como Moisés Barrios. Su primera exposición personal, a principios de los  90, fue pactada para durar una sola noche. El dueño de la galería El Sereno, de Antigua Guatemala, no podía mantener a la vista por mucho tiempo unos cuadros de santos, vírgenes y cristos pintados como si fueran íconos de la moda o modelos de publicidad. “Era una forma de mitificar a las grandes marcas, además de un cuestionamiento sobre la bisexualidad”, interpreta la curadora Rosina Cazali.

Fueron años de formación para el joven artista. Aníbal empezó a leer frenéticamente. Wittgenstein y Foucault se convirtieron en sus autores de cabecera. “Se dio cuenta de la importancia de las lecturas y de la teoría  para un artista”, dice la curadora.

Su periodo de formación culminó en México, en donde vivió con su primera esposa, la antropóloga Ligia Peláez un tiempo. Allí se acercó a movimientos artísticos muy dinámicos del DF e hizo amistad con el famoso artista español Santiago Sierra. “Volvió a Guatemala transformado”, recuerda Cazali. “Ya no te perdonaba un análisis superficial de las obras. Era muy confrontativo, pero es que tenía las herramientas para serlo.”

IV

Unas cuarenta o cincuenta personas están presentes en la funeraria “Los Cipreses” para velar el cuerpo de Aníbal López. La mayoría son artistas y escritores. Hay un pesar muy real, una comunión de dolor y amistad en este gremio que habitualmente da la imagen de un archipiélago de egos. El escritor Leonel Juracán, uno de los que parece más afectado por la muerte del Aníbal López, y la artista Yasmín Hage conversan, a unos pasos del ataúd.

—Como artistas, siento que cada vez más se nos exige que vayamos más lejos, que llevemos más allá los límites, que nos autodestruyamos. —dice Yasmín Hage.

—Es cierto contesta Juracán, algo exaltado.— Quieren que te suicidés. Eso quieren, que te suicidés, para dejar probado que esta mierda no funciona.

—Incluso entre artistas hay dureza. No podés decir, qué bonito esto o aquello, porque de inmediato te tachan de cursi. Todo debe ser duro, violento, sórdido, y parece que lo que esperan de ti, es que te tirés de la ventana y documentés tu cuerpo estrellado sobre el cemento —cierra Hage.

Los dos hijos menores de Aníbal López corretean por los pasillos, tropiezan, se pelean, le llevan la queja a su madre. De vez en cuando se asoman a la ventanilla de la caja mortuoria.

Se junta un grupo de mormones en la sala del ataúd. Un año antes de morir, Aníbal López se acercó con Jennifer Paiz, su compañera, a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Cada semana asistían al culto. Aníbal era el barítono del coro del templo. Ambos recibían, por parte de la comunidad, un apoyo que bien les hacía falta, dada la salud declinante del artista.

Los mormones forman un poderoso contraste con el grupo de bohemios. Agua y aceite. Los religiosos cantan himnos y alabanzas ocupando la sala del velatorio, mientras los artistas se han quedado fuera, en los corredores al aire libre de la funeraria.

De repente, entre dos cánticos, irrumpen en la sala el poeta Simón Pedroza y el cineasta Sergio Valdés, como determinados a recuperar el terreno cedido. Pedroza lee poemas con su estilo punk, seguido de Alejandro Marré, mientras Valdés charrasquea una guitarra desafinada. Los mormones callan, esperan sin queja que el improvisado performance termine, y cuando los poetas se retiran con su público, elevan de nuevo sus plegarias.

Al día siguiente, día del entierro, el agua y el aceite siguen sin mezclarse. Cuesta creer que las dos comunidades confluyan en un mismo sepelio. Aníbal López es inhumado en un nicho al fondo del cementerio Los Cipreses. El vertiginoso puente Belice, un monte cubierto de milpa, la carretera que serpentea para salir del barranco y las inmensas galerías de nichos bajo unas nubes cargadas de tormenta, forman un paisaje fantástico, que sin duda hubiera sido del agrado del artista.

Hay discursos. Andreas, hijo mayor de Aníbal López y de su primera esposa, un muchacho de 24 años de mirada inteligente, recuerda que cuando vivían juntos, su padre, le hacía preguntas, siempre preguntas, en vez de darle explicaciones y enseñanzas. Leonel Juracán, entre lágrimas, lee un pequeño homenaje al artista: “ha muerto como la mayoría de los grandes que tuvieron el valor de amar a este país: rotos, cuando no sencillamente desaparecidos.” Los mormones cantan un poco y su obispo ofrece unas palabras que suenan impersonales, como si no conociera muy bien al difunto. Incluso resalta la “humildad” de Aníbal López, humildad que obviamente no estaba entre sus defectos.

Regina Galindo se acerca al féretro y vierte sobre él una botella de whisky. Queda un fondo de licor en la botella que la artista sorbe llorando, ante la mirada inconmovible de los sepultureros. Los mormones se quejarán luego con la artista por esta acción sacrílega e inexplicable.

V

Se cierra el siglo XX. Aníbal López ha ganado dos veces seguidas, en 1994 y 1996,  la bienal de arte Paiz. Podría seguir pintando cuadros como los que le han proporcionado cierto reconocimiento en Guatemala. Pero no. Tiene que buscar otros medios: entiende que la pintura “no es suficiente para hablar con las personas, no es el lenguaje más apropiado para pensar y manifestarse”, como dice en una entrevista realizada en 2011 por el Centro Cultural de España.

Un lenguaje que sí considera apropiado, es el de las intervenciones urbanas. A su amigo Leonel Juracán le anuncia: “bueno, ya se firmó la paz. Significa que si hacemos cosas en el espacio público ya no nos van a quebrar el culo. Probemos”.

Una de las pruebas, quizás la más extrema, fue la que realizó el 30 de junio, día del ejército, del  2000. De madrugada esparció carbón a lo largo de la Sexta Avenida por la que iba a pasar el tradicional desfile militar. El carbón fue barrido antes del desfile, pero quedaron rastros sobre los cuales los soldados tuvieron que marchar. La documentación de esta obra, fotos del desfile y de las huellas de botas sobre el carbón, participó en la Bienal de Venecia y obtuvo el León de Oro en la categoría artista joven.

La obra era una alusión, entendieron los jurados, a la tierra arrasada, las fosas con cuerpos quemados, las masacres operadas por esos mismos que desfilaban henchidos de orgullo patrio.

Hubo otras intervenciones urbanas notables, como la que se intituló “Una tonelada de libros tirada sobre la avenida de la Reforma”, en la cual, una camión dejó caer una tonelada de libros en medio de la avenida, obstruyendo el tráfico e invitando a los transeúntes a buscar, dentro de la pila, obras de su interés. El extraordinario “Listón de plástico negro de 120 metros de largo por cuatro de ancho colgado sobre el Puente del Incienso” constituyó, en el 2003, su particular protesta contra la participación de Ríos Montt en las elecciones presidenciales, a la vez que recordaba las condiciones de vida de las colonias pegadas a los barrancos.

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De forma sistemática, Aníbal López atacaba los valores morales de la sociedad guatemalteca; mostraba de la manera más cruda, la violencia del país. Obra cumbre de esta faceta de su trabajo, “El Préstamo”, presentada en la galería Contexto en el 2000. La obra no es más que un simple texto impreso sobre una manta de vinilo y que empieza de esta forma: “El día 29 de septiembre del 2000 realicé una acción que consistió en asaltar a una persona con apariencia de clase media.”  Sigue una descripción de la víctima, del modus operandi, y el monto robado, 874.35 quetzales. Termina asegurando que el vino que se están tomando los espectadores había sido comprado con ese dinero.

“Ante la magnitud de la obra, nadie fue capaz de reaccionar en el momento”, recuerda la curadora Rosina Cazali, presente el día de la inauguración. “Y ahora qué, Aníbal, ¿nos vas a secuestrar y a matar para hacer arte?”, fue el primer comentario que se escuchó, por parte de otra artista. La obra transgredía todos los códigos morales, y además, convertía en cómplices de un asalto a todos los espectadores. Acerca de “El préstamo”, Aníbal López decía, en la entrevista del CCE: “Lo peor es que nadie nunca denunció nada. La gente se tomó su vinito, y ese vinito es complicidad. Aquí nadie se salva y el artista menos. Creo que ofrecí un sacrificio, porque todavía me siento culpable, todavía me duele, fue muy fuerte, para decir que el artista no tiene derecho a hacer todo”.

“El préstamo” también transgredía los códigos formales de las artes visuales: un simple texto, sin fotos ni otro tipo de documentación, afirma que se realizó una acción. Si se hizo o no, nadie puede atestiguarlo. Y sin embargo, la obra se clava en la mente del espectador, lo aísla dentro de sus propias dudas e interrogaciones. Surge en él, dice Rosina Cazali, el deseo involuntario y perverso como un fantasma, de que el asalto sí haya ocurrido.

A ritmo de metralleta, Aníbal López produce obra y escándalos. Sus acciones y piezas señalan algunos resortes de la economía, como la exclusión o la posibilidad de contratar a una persona para realizar literalmente cualquier tarea. “La cena” (2000), es un indigente cenando en la galería, durante el festival Octubre Azul, servido por un impecable mesero del restaurante Altuna; “The beautiful people” es una exposición escoltada por guardias de seguridad que sólo dejan entrar a los que consideran de buen ver, en “Arma de defensa personal” (2005) un charlatán del parque central vende piedras a los peatones con notable éxito, con el argumento de que son un arma eficaz contra la delincuencia, en “See you at the top”, un indigente deambula por Wall Street con dos carteles en inglés que dicen “nos vemos en la cima” y “el que persevera alcanza”, en “Lacandón” (2006), un indígena lacandón posa un día entero como si fuera un objeto de museo, a la par de una cédula que explica lo que es un Lacandón.

Su obra le abrió las puertas de las mayores muestras de arte contemporáneo a nivel mundial. A-1 53167, el número de su cédula con el que firmaba, como para controvertir la idea misma de identidad, pasó a ser una marca reconocida en el mundo del arte.

Su figura inconfundible, alta estatura, robusto, barba de chivo salpimentada, pelo escaso, largo, peinado hacia atrás, enormes lentes de pasta negra, se hizo habitual en los grandes encuentros artísticos. Sus obras se vendían en 30 o 40 mil dólares. Hubiera podido vivir de su obra en la metrópoli de su elección. Pero permaneció en su país, en donde estaban sus odios y amores más enraizados. Nunca dejó de ser un marginal. Afirmaba alto y fuerte que la realidad nacional no le afectaba. Se creía invencible, invulnerable. Guatemala se encargó de demostrarle cuán equivocado estaba.

VI

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.” El famoso verso de César Vallejo aplica a los últimos años de la vida de Aníbal López. El caso es que en el 2007, encontramos a un artista en la cumbre de su creatividad, produciendo obra casi sin descanso. Ese año, cuando él y Jennifer Paiz se juntan,  Aníbal López vive y trabaja con disciplina en un estudio bien acondicionado en la zona 9. De madrugada a correr por la avenida de las Américas, a veces llevando una cámara de video para filmar la ciudad que despierta.

En el 2008, algo se rompe. Aníbal López cae en una profunda adicción al alcohol. “Tuvo esa nueva pasión, el alcohol, y su pasión principal dejó de ser el arte. El alcohol lo cambió”, dice Regina Galindo.

Los golpes de la vida se ceban, uno tras otro, con el artista, profundizando su pesadumbre y adicción. Primero, la muerte de su padre, por alcoholismo, que lo marca como un destino fatal al que está también condenado. Luego, la muerte de un primer hermano por enfermedad. Y en ese lapso, las angustias a los que lo somete su otro hermano, pequeño vendedor de drogas de Tierra Nueva que, al caer preso, es extorsionado sin descanso por pandilleros. Aníbal López, con todos los problemas económicos que acarrea, paga una y otra vez para salvar el pellejo de su hermano. En 2012, muy poco después de ser liberado, el hermano es asesinado en Tierra Nueva, y su cuerpo descuartizado y dispersado por la colonia, a forma de mensaje. Aníbal López se convierte en el último sobreviviente de la familia.

De esa época proviene su muestra “Antología de la violencia”, una serie de artesanías de barro que presentan escenas de la vida diaria en Guatemala: sicarios disparando contra un bus, bomberos extrayendo de un tonel pedazos humanos, una radiopatrulla estrellada contra un muro. 

Los problemas económicos fuerzan a la familia, con tres hijos pequeños, a errar de lugar en lugar: cuartos baratos, casas de amigos, hoteles, un sórdido palomar frente al Hospital General. El artista desaparece con frecuencia, para reaparecer ebrio, tirado en una acera o en una camilla de hospital. Bebe lo que sea: aguardiente marca Jaguar, alcohol de farmacia o lo que sus amigos le brinden. Su salud se degrada. Su obra, se vuelve melancólica,  como la serie de cuadros pintados con sangre, vómito y heces, o como la serie de cuadros “Árboles urbanos”, en los que pinta como si fuera un principiante, unos árboles humildes, casi indigentes, aislados. La serie hace referencia a un test sicológico con el cual se busca perfilar la personalidad de una persona a través del dibujo de un árbol. En uno de estos, la copa del árbol está hecha con tarjetas de presentación de galeristas del mundo entero, como para señalar la necedad de tejer redes de contactos.

En 2012, es invitado a la dOCUMENTA de Kassel, Alemania, el evento más importante del arte contemporáneo a nivel mundial, que se realiza cada cinco años. Para cualquier artista, esto sería el éxtasis, la culminación de una carrera. Aníbal López, deprimido, enfermo, con problemas domésticos, ya no es capaz de disfrutar el revuelo que causa su obra.

 A Kassel llega con un sicario. “Testimonio”, título de la obra, presenta al asesino a sueldo, tras una cortina que sólo deja ver su silueta, para que conteste a las preguntas del público. “¿Crees en Dios?” “¿Disfrutas tu trabajo?” “¿Tienes pesadillas con la gente que matas?”, son algunas de las inquietudes a las que el asesino responde.

La obra se revierte contra su autor. Un primer sicario con el que Aníbal López se había puesto en contacto, al no ser escogido para el viaje, se venga extorsionando al artista. La familia tiene que refugiarse en Antigua Guatemala, en una casa que resulta poseída por fantasmas, y luego les toca apretujarse en un cuarto en el Pasaje Rubio.

A pesar de la enfermedad, no deja de crear, tanto pinturas, como en sus inicios, como acciones. Su última acción, unas semanas antes de morir, en Italia, es un soldado manipulando un fusil cargado frente al público. De ese viaje regresa muy tocado.

A-1 53167 se apagó el 26 de septiembre de 2014. Trató a la vida, al arte y a sus semejantes sin ninguna concesión. No recibió, tampoco, alguna concesión a cambio. Su muerte, su autodestrucción metódica y perseverante, quizás también quiera decirnos algo, mostrarnos algo que no queremos ver y que sin embargo está allí, algo tenebroso, temible, taimado, presente tanto en las cantinas como en las iglesias, en las camionetas, en los barrios residenciales y los barrancos, los juzgados y las maquilas, incluso, en las galerías de arte.

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