Ella es enfermera profesional, licenciada en Enfermería y licenciada en Ciencias Religiosas. Su vida académica ha girado en torno a la docencia, particularmente en orden al quehacer ético y de la bioética, y los cursos que sirve en la universidad son atinentes a tales disciplinas.
Recientemente comenzó a analizar una de las últimas obras que escribió el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Se llama El anticristo. Su contenido es controversial, pues se trata de una recia crítica al cristianismo. El mismo autor lo reconoce. En la introducción explica: «Este libro está hecho para muy pocos lectores. Puede que no viva aún ninguno de ellos. Esos podrían ser los que comprendan mi Zaratustra: ¿acaso tengo yo derecho a confundirme con aquellos a quienes hoy se presta atención? Lo que a mí me pertenece es el pasado mañana. Algunos hombres nacen póstumos». Por ahí va el derrotero del filósofo, que asegura que el Evangelio se acabó con Cristo en la cruz.
Pues bien. Viniendo Iliana (mi esposa) de la ciudad capital para Cobán en un bus de línea, dejó el libro a la vista en su asiento. Se bajó momentáneamente en uno de los sitios donde los pilotos permiten a los pasajeros bajar para que compren algo de comer. Allí, un hombre ya adulto que venía en el asiento localizado justamente atrás del que ella ocupaba vio el libro y leyó su título. Y no le gustó. Afortunadamente, su reacción no fue inmediata porque pudo haber sido violenta. Cuando ella se bajó, el hombre se paró y antes de que ella descendiera le gritó a voz en pecho: «¡Vieja bruja!».
Cuando me contó el suceso, ya el bus se había ido. Para entonces subíamos su equipaje a nuestro vehículo. Conforme pasaron los días, lo que de momento fue chiste y risa se nos convirtió en preocupación. No tanto porque el hombre pudiera aparecerse por ahí, sino por la poca capacidad del sujeto para discernir. Encontramos en la actitud del pobre tipo alguna sintomatología que puede volver peligrosas a ciertas personas en un momento dado. En primer lugar, su ignorancia. Indudablemente debe de haber pensado que el libro contenía maquinaciones de brujería o algo parecido. Además, su cólera sin sentido. Y, ostensiblemente demostrada, su incapacidad para preguntar, dialogar y expresar opinión. Su cobardía no fue menos notable. El hombre insultó cuando seguro estaba de que la marcha del bus lo protegería de cualquier respuesta. Hemos de recordar que la cobardía es peligrosa. La pusilanimidad en solitario se vuelve agresividad bestial cuando hay respaldo grupal.
Rememoramos entonces los casos más recientes de linchamiento. El último, acaecido en la comunidad Máquivil, de San Miguel Ixtahuacán, San Marcos. Cuatro hombres fueron incinerados bajo el señalamiento de ser los responsables de un robo que provocó la muerte de un guardia de seguridad.
Igualmente evocamos los linchamientos que en algunas comunidades han sido provocados por supuestos hechos de brujería. Las víctimas no han tenido derecho a decir ni pío.
Ni qué decir del pobre micoleón que fue matado a finales del mes de enero recién pasado en San Rafael Pacayá II, Coatepeque, porque lo confundieron con un personaje de leyenda llamado el Cadejo.
A tenor de los hechos, parece que muchísimas personas no han entrado aún al siglo XXI. No en nuestro país. En un momento crítico, personal o de grupo les salta el instinto y buscan salidas pragmáticas ante la incertidumbre de su desconocimiento. Esas salidas muchas veces se decantan por el recurso de la violencia, sea esta verbal o física.
Un segmento enorme de la población está sumida en una ignorancia digna de la época del oscurantismo. En ello tenemos la culpa todos los que pertenecemos a ciertas categorías sociales (educadores, religiosos, académicos y cualesquier otras personas que hayan alcanzado algún nivel de conocimiento), ya que nos hemos hecho de ojos ciegos y oídos sordos ante semejante problema. Y muchos nos confesamos cristianos.
A este respecto, Mohandas Karamchand Gandhi dijo: «Yo sería cristiano si no fuera por los mismos cristianos». Se refería el mahatma a ese contrasentido entre lo que predicamos y lo que decimos. Y la ignorancia es muchas veces la base de esa dicotomía. Ignorancia de la cual jamás nos ocupamos como debiéramos.
Una de mis abuelas recalcaba constantemente que «no hay peligro más grande que un tonto con ideas». Afortunadamente para mi esposa, su libro provocó semejante inquietud en un pasajero de un bus de línea. De haber sido en una comunidad donde los linchamientos son frecuentes, quién sabe qué habría sucedido.
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